El cómico canadiense Jim Carrey relata en un rarísimo documental titulado ‘Jim & Andy: The Great Beyond’ la curiosa forma en la que se preparó para el papel de su vida, interpretar al cómico Andy Kaufman en la película ‘Man on the Moon’, como consiguió desesperar a todo el mundo y cómo aquella experiencia le cambió la vida por completo.
Hay una anécdota muy conocida que se produjo en el rodaje de la película ‘Marathon Man’ (John Schlesinger, 1976) y que tiene como protagonistas a los actores Dustin Hoffman y Sir Laurence Olivier: una mañana el actor inglés está sentado en maquillaje tranquilamente leyendo el periódico cuando apareció Hoffman completamente destrozado. Con muy mala pinta. Sin afeitar. Oliendo como si acabara de caerse dentro de una cloaca y algo desorientado.
Olivier, imaginémoslo levantando la ceja, le pregunta a Dustin Hoffman que qué le ha ocurrido y que si está bien. Hoffman le contesta diciendo que se ha pasado toda la noche sin dormir, que no se ha duchado y que ha corrido hasta casi desfallecer para prepararse el papel.
Sir Laurence Olivier le contestó con un lacónico: “Vaya, no sabía que no eras actor”.
A día de hoy todavía se discute si el famoso método Stanislavski de interpretación que, con tantísimo éxito, impusiera la escuela de interpretación Actor´s Studio bajo la dirección de Lee Strasberg allá por mediados de los 50 (la escuela fue fundada por Elia Kazan, entre otros unos años antes) es una máquina de preparar actorazos o es un peligroso sistema de reprogramación mental que deja a la gente a los pies de sus debilidades, sus fobias y sus traumas.
Por si no lo saben: el método Stanislavski, o más bien la interpretación que hizo Strasberg del mismo, consiste (lo vamos a explicar de forma muy sencilla) en convertirse en el personaje que tienes que interpretar. ¿Funciona? Lo cierto es que la lista de grandísimos actores que fueron alumnos del Actors Studio avala las técnicas de Strasberg. Marlon Brando, Montgomery Clift, James Dean, Fay Dunaway, Dustin Hoffman, Philip Seymour Hoffman, Harvey Keitel, Steve McQueen, Paul Newman, Jack Nicholson, Jane Fonda, Sean Penn, Sissy Spacek…y un larguísimo etcétera de talentos que acumulan papeles protagonistas de postín y muchísimos premios internacionales hablarían maravillas del famoso método.
Los europeos, los actores de antaño de la escuela inglesa de interpretación, te dirán que existen técnicas que un actor puede utilizar para simular/interpretar sin necesidad de jugar todo el tiempo con la psique y la introspección.
Los kilos que cogió Robert De Niro para interpretar a Jake La Mota en ‘Toro Salvaje’ (Martin Scorsese, 1980) o los tatuajes que se hizo para hacer el papel de Max Cady en ‘El cabo del miedo’ (Martin Scorsese, 1991) son solo comparables a las docenas de huevos que Paul Newman se comió en ‘La leyenda del indomable’ (1967, Stuart Rosenberg) para interpretar una escena que estuvo a punto de cargárselo o el adelgazamiento criminal que llevó a Christian Bale a un pasito del hospital en ‘El maquinista’ (Brad Anderson, 2004). En España, el actor Juan Diego vació su casa y vivió durante unos meses como una asceta para meterse en la piel de San Juan de la Cruz en ‘La noche oscura’ (Carlos Saura, 1989) y Alex de la Iglesia les contará que James Gandolfini se metía chinas en los zapatos para parecer siempre jodido en ‘Perdita Durango’ (1997).
¿Los actores están como cabras? Muchas veces sí. Pensemos en una profesión que, básicamente, depende de la aceptación de los demás. Y no hablamos solo del público. Hablamos de que para conseguir un papel (y más cuando se trata de películas con altísimo presupuesto) hay que convencer a gente tan dispar como un director de casting –a veces aún siendo una estrella- un director y así como 45 ejecutivos del gran estudio que produce la película además, claro está, de tener que hacerle la pelota a unos cuantos inversores que decidirán si tu cara les dará beneficios en taquilla.
En el caso de Jim Carrey tenemos a un actor que quería, bajo toda circunstancia, interpretar a Andy Kaufman en la gran pantalla. Andy Kaufman es algo así como el cómico total americano. Posiblemente el tipo que le dio una vuelta al humor y que de verdad revolucionó el concepto de comedia. Surrealista, chiflado y con una capacidad a prueba de bombas para sacar de quicio al personal y acabar por disparar las risas nerviosas e incómodas las rutinas de Andy Kaufman (poco conocido en nuestro país porque hizo sobre todo televisión en Estados Unidos) pasaban por utilizar marionetas y muñecos de ventrílocuo, viejos pick ups con los que hacía números basados en el playback…pero, sobre todo, su capacidad para interpretar a personajes sobre personajes. Nos explicamos: Andy Kaufman se subía al escenario no como Andy Kaufman si no como Latka, un cómico de marcadísimo acento extranjero y voz chillona sin ninguna gracia que se empeñaba en hacer imitaciones muy malas. Latka era inseguro, torpe y no tenía ninguna gracia y eso, claro está, desesperaba al público pero, entonces, en el remate del número Latka se convertía en Elvis Presley y hacía una magnífica imitación lo que provocaba las risas del público que entendía que había sido objeto de una broma pesada que lo había tenido avergonzado y pegado a la silla de puro estupor durante unos larguísimos quince minutos.
Andy, como Andy Kaufman, se convirtió en una caricatura machista, en un hater de la gente sureña, en un clasista hijo de la gran puta y en el archienemigo del luchador Jerry Lawler que, en más de un show, le hirió de verdad porque el pobre hombre, pese a estar en el ajo, no sabía si le estaban insultando en serio o en broma. También se convirtió en Tony Clifton. Un cantante de Las Vegas, borracho, fumador y maleducado (lo contrario de Andy que era más bien tranquilo, vegano y practicante del yoga) que parecía poseerlo.
Andy Kaufman tuvo, además, un final triste. Murió de cáncer de pulmón y, desgraciadamente, muy poca gente de su entorno creyó su enfermedad porque pensaban que estaba liando otro de sus interminables sketches donde se mezclaban la realidad y la ficción. Curiosamente Kaufman, amigo de las medicinas alternativas, viajó a Filipinas para ponerse en manos de un sanador que aseguraba que era capaz de extraer un tumor sin necesidad de anestesia, un viejo timo que todavía se hace en muchos países. Peter Sellers, el otro gran cómico del siglo XX, se sometió a la misma ‘operación’ y se negó a tratarse tradicionalmente porque pensaba que aquello le había quitado la enfermedad.
Jim Carrey estaba, antes de comenzar a rodar ‘Man on the Moon’, en la cota más alta de su carrera. El año anterior había protagonizado ‘El Show de Truman’ (Peter Weir, 1998) y, hasta la fecha, contaba sus protagonistas como exitazos de taquilla (‘Ace Ventura’, ‘La Máscara’…). Pese a todo el director de la película, Milos Forman, no quería contar con él como protagonista. Así que digamos que Carrey sintió la punzada de la humillación público. Bien podría ser todo uno de esos juegos que se traen directores y estrellas. Recuerden lo que le hizo Stanley Kubrick a Tom Cruise cuando este aceptó protagonizar ‘Eyes Wide Shut’, junto a Nicole Kidman, y se puso un poco plasta con las imposiciones artísticas. Kubrick le miró, le cogió la mano y le dijo: “Tom, quédate conmigo y te convertiré en una gran estrella”. Cruise aceptó todo lo que dijo Kubrick desde ese mismo instante mientras, mentalmente, repetía una y otra vez: “¿Es que no soy ya una estrella, Stanley?”.
Carrey convenció a Forman, a medias, pero sobre todo al estudio y se dio a la interpretación. Seguramente de la peor forma posible que es no soltando el personaje. Rosa María Sardá decía que los personajes hay que quitárselos de encima cuando sales del teatro. Carrey decidió llevar a su personaje dentro y fuera, qué narices, convertirse en Andy Kaufman durante todo el tiempo que durara el rodaje. Sacó a la gente de quicio, claro. Molestó a todo el mundo, claro. Su actuación fue soberbia, claro.
Pese a todo el precio que Jim Carrey (convertido en Andy Kaufman o, peor, en Tony Clifton durante las 24 horas del día) tuvo que pagar fue muy alto. No solo porque puso en peligro la película que protagonizaba –la productora estuvo varias veces a punto de suspender un rodaje donde la estrella principal había decidido convertirse en alguien completamente ingobernable- y su propia carrera intentando que su talento fuera reconocido de una vez por todas. Esto es algo que suele desesperar a los actores cómicos. Nadie dirá que Jim Carrey está muchísimo mejor en ‘Dick y Jane, ladrones de risa’ (Dean Parisot, 2005) que en ‘El número 23’ (Joel Schumacher, 2007) pese a que así sea. Las caras serias y tristes de Jim Carrey en ‘¡Olvídate de mi!’ (Michel Gondry, 2004) siempre serán más apreciadas que esa secuencia cómica de ‘Mentiroso Compulsivo’ (Tom Shadyac, 1997) que se desarrolla en una junta de un bufete de abogados y que tiene un punch final glorioso. Ni que decir tiene que nadie recordará como se merece el papelón que se marca en ‘Un loco a domicilio’ (Ben Stiller, 1996).
A veces hacer reír, la mayoría de las veces, conlleva una buena ración de dolor que Carrey pone de manifiesto con este testimonio rarísimo sobre la creación de un personaje mítico y sobre la sensación de vacío que ataca al cómico cuando ha cumplido su objetivo. Un documental que debería de pasarse en todas las escuelas de interpretación del mundo para avisar de los peligros de hacer feliz a la gente.