Segunda entrega de #FirmaInvitadaDon que, fiel a su ecléctico espíritu, les trae hoy un cuento escrito a dos manos por Cristina Ortiz (@chococriskis) y María Chacón (@MissMalaper). Cristina y María viven en Murcia. Cristina dice de sí misma que escribe, corrige, enseña y da esplendor. También que su tiempo lo ocupa en cuidar a dos gatas muy dependientes. María dice haber salido poco de su pueblo y pasar sus días entre cultivos de pimientos, perros y caballos. Además, tiene muchos ‘fics’ pendientes de lectura.
[ Ilustración: Guacimara Vargas]
‘En Murcia nadie puede escuchar tus gritos’ se entrecruzan el costumbrismo, el humor y el terror ‘minimal’ en una combinación perfecta. Que disfruten.
En Murcia nadie puede escuchar tus gritos
Tras horas de travesía en coche atravesando la meseta en dirección al sur y con un sol de justicia tostándome la mitad izquierda de la cara, alcanzo por fin la misteriosa tierra de Murcia, en donde me recibe un aroma a pólvora y fruta podrida. Posteriormente descubriré dos cosas: que lo que huelo es ácido nítrico y que la industria murciana posee una amplia gama de edificantes fragancias con las que recibir al foráneo.
Aparco en la dirección que me indica el GPS, intentando encontrar un hueco en el que el vehículo quede protegido del fuego que cae del cielo. Mi búsqueda es en vano. La ciudad tiene tan poca sombra que parece desafiar las leyes de la óptica. Una vez estacionado (bajo el sol), me quedo unos minutos sentado en el asiento preparándome mentalmente para el encuentro y preguntándome si debería esperar a que aparezca un niño al que pagar con monedas sueltas para que me vigile el coche.
Finalmente me dirijo hacia el bloque de pisos que señala el móvil, agradeciendo silenciosamente que llegue Internet a la zona, que parece estar más modernizada de lo que creía. Llamo al piso que figura en el email con las indicaciones de mi redactor jefe y quedo a la espera de que se me permita el acceso al edificio. Oigo descolgar el telefonillo e intento por todos los medios mantener una expresión neutra, sin mirar en ningún momento directamente hacia la cámara. Espero durante unos larguísimos segundos en los que nadie dice nada, a pesar de que el característico ruido rugoso del portero automático indica que siguen con el auricular descolgado, observando. Parece que paso el primer escrutinio porque poco después me abren la puerta.
Mientras el ascensor sube hasta el quinto piso, examino mi aspecto en el espejo. Mi visita a la casa viene determinada por directrices claras: primero y principal, buena presencia. Talante dispuesto. Capacidad de escuchar sin interrumpir a las anfitrionas. No ser alérgico a los gatos. Las señoras han sido muy específicas acerca de este punto, advirtiendo claramente que, de tener que elegir entre este entrevistador y las mininas, me tendré que ir por dónde he venido. Mi jefe les aseguró que jamás se me ha conocido esta afección y que podían recibirme sin ningún tipo de problema. Llamo tímidamente a la puerta, que se abre casi al momento descubriendo a una estrafalaria fémina de edad ambigua y mirada inquisitiva. Me indica que pase con un gesto y la sigo atravesando varias habitaciones hasta un saloncito de lo más coqueto donde predomina un castillo gigante para gatos, coronado por dos ejemplares felinos de gran volumen y opulencia que me observan con un inequívoco aire de superioridad.
Otra dama, tan estrafalaria y atemporal como la que me había conducido hasta la salita, me invita a sentarme. Las señoras tratan de hacerme sentir cómodo ofreciéndome «una taza de té, o una cerveza. Quizás un poco de guiso que sobró ayer, muy rico. También tenemos patatas con pimienta y limón y unos mejillones. O unas marineras, qué te parece bonico qué quieres, ¿sabes lo que es una marinera? es un plato típico de aquí». La llegada de los refrigerios me salva de apuntar que quizá coger un montón de ensaladilla rusa y ponerle una anchoa encima no puede ser considerado plato típico. Mientras me sirven, aprovecho para observar discretamente a mis anfitrionas. La primera, la que me había abierto la puerta, luce una melena que parece estar a punto de cobrar vida propia en cualquier momento. La segunda, maquillada mucho más allá de lo que ninguna persona en sus cabales consideraría sensato, abre una lata de mejillones sin dejar de fumar profusamente. Nos rodea una exposición casi temática de la serie ‘Hannibal’ (Bryan Fuller, 2013). Figuras, libros (algunos autografiados) y fotos enmarcadas de los protagonistas de la serie, son el centro de un despliegue de velas y exvotos que asemejan un altar doméstico. Las señoras se sientan «cada una en su sofá» y cruzan las piernas mientras enciendo la grabadora.
¿Ha encontrado la casa bien? – pregunta la señora que ocupa la butaca más próxima a la ventana, más por pura cortesía que por interés, sospecho.
Perfectamente, gracias. Las directrices han sido buenas.
Siempre he dicho que se conoce el carácter de alguien cuando explica cómo llegar a un sitio. Si tiene salud mental será capaz de dar una dirección clara, de lo contrario estás perdido de antemano.
Asiento y antes de poder empezar a realizar mis preguntas, la señora de la maraña capilar me interpela.
Bueno, entonces, ¿tú a qué has venido?
Un reportaje señora. Acerca de la verdadera naturaleza de Murcia.
La señora maquillada como un pierrot me echa una mirada cargada de desprecio a través de una nube de humo.
O quizá simplemente sea estrábica, aún no estoy del todo seguro.
¿A qué se refiere con «la verdadera naturaleza»? Naturaleza hay mucha. Todo esto antes era huerta.
No sé cómo contestar a eso, así que tras unos segundos decido que lo más prudente es comenzar con las preguntas que traigo preparadas.
Ejem. Hummm. Bien. Estamos en Murcia ciudad. Un lugar poco conocido para el gran público. ¿Cómo lleváis la ingente cantidad de bromas que se hacen en internet a costa de los murcianos?
Silencio sepulcral
Yo no soy murciana – parece recordar una de ellas, de repente – soy de Cartagena. Somos otra cosa. Una vez nos quisimos anexionar a Estados Unidos.
Lo que usted no entiende – interrumpe la segunda, irguiéndose para adoptar lo que imagino trata de ser una majestuosa pose de gran dama – es que en Murcia no somos conscientes de esa realidad. Vosotros – la inflexión que da a la palabra «vosotros» no es gráficamente reproducible – creéis que nos dais la espalda, pero en realidad lo que ocurre es exactamente lo contrario. Ignoramos vuestra existencia. No solo la ignoramos sino que no somos conscientes de ella. Viene usted de Madrid, ¿verdad? Me imagino que ha cogido la A3 y luego la A30. Kilómetros y kilómetros de llanura manchega. De NADA manchega. Después de eso estamos nosotros y, más allá, el mar. ¿Ha oído usted alguna vez la expresión «en el espacio nadie puede oír tus gritos»?
Soy vagamente consciente de que estoy boqueando como un pez. La señora apaga el cigarrillo en un cenicero repleto de colillas y enciende otro a renglón seguido. La otra dama se apiada de mí y toma la palabra mientras acaricia distraídamente al más gordo de los gatos, que ha decidido bajar de sus dominios para tumbarse boca arriba en su regazo, exhibiendo una barriga blanca y mórbida.
No hace falta que contestes a eso, bonico. En respuesta a tu pregunta, no nos puede afectar lo que digan porque estamos más allá de la defensa de la identidad murciana. Tampoco es que nos importe mucho. Hay muchas cosas que a los murcianos no nos importan, empezando por la propia Murcia. Un día de estos esta región se absorberá a sí misma, como la casa familiar de ‘Poltergeist’.
Sin embargo… – reviso mis notas, desesperado– …sin embargo… me consta que este es un lugar muy visitado por turistas de otras provincias para disfrutar de las vacaciones o de los fines de semana ¿no?
Sí, esa gentuza viene mucho. Hace buen tiempo. Y ahora, permítame que le hablemos de Bryan Fuller: el Sófocles de nuestra era. Póngase cómodo. Tiene usted para rato.