Me gusta pensar que este Nobel de Literatura se le da a Dylan en representación de toda una tradición musical y poética. Una cultura (sí, una verdadera cultura) de linaje exquisito que hunde sus raíces en el sonido de la música popular norteamericana de comienzos del siglo XX, sigue en la reinterpretación acústica del folk que se hizo entre los años 50 y los 60, pasa por la electrificación que Bob Dylan llevó a cabo poniéndole guitarras y pianos a la música popular y se expande después como una influencia definitiva en miles de músicos y artistas.
El Nobel de Literatura premia a Woody Guthrie, a Peter Seeger, a The Carter Family, a Peter Paul and Mary, a Joan Baez, a Robert Johnson, a Leadbelly, a Ian and Sylvia, Pentangle, John Renbourn, The Band, Joni Mitchell, Leonard Cohen, Neil Young y también a autores literarios como William Burroughs, Allan Gingsberg, Kurt Vonnegut o Jack Kerouack (a John Steinbeck ya se lo dieron). En definitiva este premio a Dylan se le da a la contracultura americana que alimentó las oleadas de beatniks, yippys y hippys, que cambió los paradigmas tradicionales para siempre y que puso voz y banda sonora a la lucha por los Derechos Civiles, la segunda Revolución feminista o el pacifismo. Una lucha que se extendió a otros países y que, si bien, sigue en marcha y no puede definirse como una victoria sí hizo lo suficiente a nivel de conciencia e hizo que el planeta en el que vivimos se hiciera más respirable.
Sería injusto centrarse en la figura pública de Bob Dylan para despreciar el hecho de que se le haya concedido el premio con más renombre de todo el mundo. Sí, Dylan ha cultivado como nadie su imagen de ‘Estrella del rock que desprecia su status’. Le ha costado mucho esconder su ambición personal, esconder que le emociona que tanta gente esté pendiente de él, que se le reconozca su papel principal como atomizador de toda una revolución intelectual. Hace tan bien su papel que su presencia a mediados de los 60 cambió para siempre el aspecto de las estrellas del rock, fue la primera de ellas que no parecía prefabricada por una malvada industria, que parecía libre de ir y venir a donde quisiera,de decir lo que quisiera y de vestir como le diera la gana. Lo que Dylan hizo casi desde sus inicios (al principio porque solo era un cantante folk de éxito) inspiró a The Beatles o a Beach Boys para tomar su propio camino, liberarse de las ataduras de la producción industrial a la que estaban sometidos y alumbrar discos como ‘Pet Sounds’ (1966) o ‘Sgt. Pepper´s Lonely Heart Club Band’ (1967).
Dylan ha permanecido hierático, quejoso de la fama, huidizo del foco, se ha mostrado maleducado a veces con su público, se ha negado a hacerse presente cuando se le solicitaba para esta o aquella causa y ha llevado una vida personal mucho más que discreta para un personaje de su categoría. Sin hacer más gestos que estar o no estar Dylan ha demostrado que una verdadera estrella de rock hace siempre lo que le da la gana, que eso la define, por encima de tontear con las drogas, fotografiarse con grupies o tirar televisores por la ventana. Cultivar su talento, tener el control sobre su obra o mostrarse más que reticente a hacer guiños a la galería. En España se le recuerda uno: Su concierto del 93 en el anfiteatro de Mérida duró dos horas y media (¡Toma!), tuvo tres bises (¡Hala!) y Bob se permitió el lujo de dar unos tímidos pasitos de baile (¡Chaval!). Ni siquiera los organizadores de aquella gira se explican por qué Dylan se mostró tan solícito pero todo el mundo le echa la culpa a que el escenario (dio órdenes expresas de no cubrirlo) le impresionó mucho.
El músico de Duluth (Minnessota, USA) parece indescrifrable. Ni siquiera en su autobiografía, ‘Bob Dylan: Crónicas (Vol. I), deja nada claro de qué va. De hecho optó por escribirla homenajeando el ‘fraseo del bebop’ que le confería a su ídolo, Kerouack, e inspirándose en la pretendida anarquía creativa de Gingsberg. El resultado es un texto que no tiene comienzo ni fin, repleto de lo que parecen notas que juegan al despiste y, pese a todo, se sobreentiende a Dylan. Se trasluce su mala leche, su visión corrosiva sobre las cosas, se adivinan las viejas afrentas…porque ese es un Dylan también interesante: no solo el tipo concienciado y con discurso que le dijo a la gente que las cosas estaban cambiando si no, también, el tipo agrio que ajusta cuentas en muchas de sus canciones (Like a Rolling Stone, All Along the Watchtower, Subterranean Homesick Blues, Rainy Day Women #12&35…) y que se justifica autocoronándose como ‘El bufón’. Un bufón al que las volteretas, en lo musical, le han salido o majestuosas o rematadamente mal (algún disco flojo tiene) pero la media de logros es altísima. La figura es tan grande, la sombra tan alargada, que su significado más profundo solo puede ser desvelado por el propio Dylan y, como no va a hacerlo (al menos hasta que se lo pida el cuerpo), habrá que hacer un ejercicio de deconstrucción a través de documentales, películas, artículos de prensa, entrevistas y toda la influencia concreta que ha tenido en la creación artística durante cinco décadas.
La imagen que ahora se nos quiere mostrar de Bob Dylan, la de un ladrón de culturas musicales ajenas, está bastante alejado de la realidad. En definitiva: todo artista es un puñado de influencias. Más allá de eso: la presencia de Bob Dylan no ha entorpecido otras carreras. Aunque, como cuentan los Coen en ‘A propósito de Llewyn Davis’ (2013), si empequeñeció los logros de algunos. Dylan lo tenía claro: “Venía desde muy lejos y muy abajo,y ahora el destino estaba por revelarse. Tenía la sensación de que me miraba a la cara, solo a mi”. Insisto: ¿Cómo es que alguien que lo tiene tan claro ha conseguido parecer siempre tan aburrido del circo del mundo del espectáculo?
Hacer un listado de sus mejores discos o de sus mejores canciones nos haría caer en un montón de lugares comunes. Se puede decir que sus primeros siete discos son piezas maestras. Eso incluye ‘Bob Dylan’ (1962), ‘The Freewheelin´Bob Dylan’ (1963), ‘Anothe Side of Bob Dylan´(1964), ‘The times They are a-changin´ (1964) ‘Bring it back in home’ (1965) ‘Highway 61 revisited’(1965) y ‘Blonde on Blonde’ (1966). En los 70 edita ‘Blood on tracks’ (1974) o ‘Desire’ (1976)’ y de los años 80 dio cuenta en esta misma publicación Javier Moya en este artículo de recomendabilísima lectura. Los 90 fueron menos prolíficos y solo es capaz de conectar con el gran público con su ‘Time out of mind’ (1997) y dos años antes grabaría el ‘MTV Unplugged’ que se esperaba fuera un reencuentro con su público, una firma de paz con él, y una especie de operación de lavado de imagen frente a las nuevas audiencias como le ocurriría a Eric Clapton con su famoso ‘Unplugged’ del 92. No ocurrió así y Dylan se volvió a mostrar reticente a contentar a nadie cambiando todas las versiones de sus éxitos. En este mismo siglo ha lanzado grandísimos discos: ‘Love and theft’ (2001), ‘Modern times’ (2006), ‘Tempest’ (2012) y ‘Fallen angels’ (2016).
¿Se merece un músico un Premio Nobel de Literatura? Posiblemente Leonard Cohen se merezca uno también pero su carrera no ha sido tan determinante (pese a lo brillante) que la de Bob Dylan. Dylan es más que un músico, se ha convertido en un símbolo (a su pesar o no) y sigue siendo una referencia tras más de 50 años en la carretera. Su influencia en la cultura popular es definitiva y su forma de escribir es un estilo personal y reconocible.
En todo caso, como siempre, mis razones para entender la concesión del Premio Nobel de Literatura a Bob Dylan son sentimentales. Amar a Dylan me costó algunos dibujos y muchas collejas. Mi tío Julio tenía (y tiene) una de las colecciones de discos más acojonantes que he visto en mi vida. Todo lo que valía la pena tenía un hueco en ese mueble de madera donde se acumulaban sus vinilos. Me sentaba con Julio a escuchar música. Ni siquiera él puede imaginar el placer que me producía escucharle decir: “Te voy a poner algo de la hostia, mira que cosa más bonita”. Siempre era algo buenísimo, algo que me encantaba y algo que no había escuchado en mi vida. Estaban Waits, Jethro Tull, Velvet Underground, The Doors, Cream, MC5…cuando se ausentaba de casa tenía prohibido acercarme a los discos pero, pese a ello, no podía resistirme a esconderme en su habitación y escuchar su música. Incluso cuando le puso un candado al tocadiscos fui capaz de dar con la llave y escuchar música. Como siempre me pillaban siempre me daban collejas y recibía una amenaza de muerte o lesiones o las dos cosas. Me daba igual. Como si Julio quería darme las collejas al ritmo de ‘Knock Knock Knockin´on heaven´s door’. No cejé en mi empeño de amar a Dylan y a todos los otros. Tampoco he dejado de querer a mi Tío Julio al que agradezco, con estas líneas, que me convirtiera en un melómano aficionado. Este Nobel, en parte, es también para ti y para esa mano que caía como un plomo sobre mi infantil nuca. Me merecí todas y cada una de aquellas collejas. Me quedé solo medio idiota. Tranquilo, podría haber sido peor.
Este Nobel de Literatura para Dylan es tan merecido como aquellas manoplas enérgicas. Picaron un poco en su momento pero ahora se entienden y se aceptan. Lo mejor es que las cosas han cambiado tanto que un Nobel más o menos no mueve ni el viento y esto no supondrá más que una anécdota a pie de página, un cabreo temporal (hay gente soliviantada con este asunto hasta límites insospechados…como si el Nobel de la Paz jamás se lo hubieran concedido a Henry Kissinger) y nada más. Las cosas seguirán su curso. Dylan seguirá siendo Dylan y estará por encima de cualquier polémica o cualquier premio.
ILUSTRACIÓN: Guacimara Vargas @Perracaabisal