James Thomas Brudenell fue el séptimo Earl (un título similar al de Conde) de Cardigan. Antes de heredar el título nobiliario fue miembro del Parlamento de 1818 a 1829 y, durante un tiempo, compaginó esta actividad con su alistamiento en 1824 en el Octavo Regimiento de Húsares Irlandeses de Su Majestad. De temperamento difícil y mostrando una incapacidad manifiesta para aceptar la más mínima sugerencia sobre su labor o su persona Lord Cardigan fue saltando de pelea en pelea (algunas por los asuntos más nimios) y de duelo en duelo con la misma facilidad con la que ascendía en el escalafón gracias a los beneficios de tener dinero y poder aprovecharse así de la política de “Venta de nombramientos” que permitía ascender en el escalafón pagando por un rango militar. De esta forma Lord Cardigan consiguió ascender de oficial a Teniente Coronel en apenas seis años. Sus broncas, y una cierta inutilidad, le valieron para pasar por un Consejo de Guerra y fue expulsado del ejército en 1834. Readmitido de nuevo en 1836 con su anterior rango pasó a comandar el 11º Regimiento de Húsares y pagó de su bolsillo gastos del ejército y mejoras en tecnología militar con la intención de comandar un regimiento militar que estuviera preparado para entrar en combate. Sin embargo los escándalos no le abandonaron porque en 1844 participó en un duelo contra uno de sus subordinados de cuya condena consiguió librarse gracias a su condición de noble. El caso alcanzó una enorme repercusión mediática y una protesta formal de algunos periodistas de la época que hablaron de que había una ley para los pobres y una para los ricos.
Ya en 1854, tras insistir mucho, consiguió su anhelo de participar en una guerra. La de Crimea, nada más y nada menos. Con el rango de Teniente General y al mando de la Caballería Ligera británica participó en la Batalla de Balaclava. El 25 de octubre Lord Duncan, que comandaba la Caballería, manda al capitán Louis Nolan con una división a la posición que ocupan las tropas comandadas por Lord Cardigan con la orden de tomar posiciones a la entrada de un valle (luego conocido como “El Valle de la Muerte”) estrecho y protegido por una línea de artillería, un regimiento de infantería y una división de cosacos. Aquí la cosa se vuelve confusa: El hombre al mando de la Caballería inglesa es Lord Lucan, tercer Conde de Lucan, hombre conocido por una trayectoria militar marcada por una crueldad con las tropas completamente innecesaria y, a la postre, cuñado de Lord Cardigan. Parece que ambos hombres mantenían una relación tensa debido al carácter irascible y al rango de cretinos oficiales que ambos alimentaban con orgullo. Lucan envía al capitán Nolan, responsable de uno de los regimientos, con órdenes de que la caballería cargue contra la línea rusa. O eso entiende Cardigan que, en declaraciones posteriores, diría que aquello le pareció descabellado y que señaló varias veces la posición del ejército ruso sin creer que se les enviaba a una carnicería. Su cuñado dijo que jamás dio esa orden. No sabemos qué pasó porque Nolan, el mensajero, moriría en la conocida como “Carga hacia el Infierno”.
El caso es que bien porque Cardigan era un inconsciente que, como habían advertido algunos consejeros del Rey, no estaba preparado para dirigir a un ejército o bien porque se tomó la decisión de su cuñado como un desafío a su valentía y un intento por agraviarlo públicamente lanzó a sus hombres por un desfiladero estrecho y bien protegido en dirección a la línea de cañones. Los rusos, bien protegidos, no tuvieron más que largar los cañones y convertir aquello en una carnicería. Lord Cardigan no fue uno de sus víctimas porque, oliéndose la tostada, encabritó a su caballo dramáticamente, picó espuela y volvió por donde había venido dejando aquel horror atrás. La derrota fue tan brutal y el número de bajas tan alto que a Lord Cardigan y Lord Lucan se les ocurrió que la mejor manera de escapar de aquello era aparcar sus desavenencias y culpar al Capitán Louis Nolan de la mala transmisión de las órdenes. Años después, uno de los oficiales del Estado Mayor de Lord Lucan llamado Somerset J. Gough, publicó un libro titulado ‘Cartas a un oficial del Estado Mayor en Crimea‘ donde explicó este incidente y contó que Cardigan había huído. Cardigan le demandó ante los tribunales pero la acusación por difamación no prosperó.
Esta anécdota sangrienta, a la sazón protagonizada por británicos, es un buen símil de lo que ha pasado en estos últimos meses en el Reino Unido y que ha tenido su último capítulo en la consulta sobre la permanencia de las islas británicas en la Unión Europea. Por un lado tenemos a un primer ministro acorralado, David Cameron, cuya gestión ha estado marcada por escándalos personales (su aparición en los Papeles de Panamá y la publicación de un libro donde se cuentan sus correrías universitarias y donde brilla, con luz propia, la anécdota de que introdujo su pene repetidamente en la boca de un cerdo muerto por echar unas risas) y, más allá de eso, una gestión económica desastrosa. No es un secreto que Cameron, en primer término, quiso que el #Brexit fuera parte de una estrategia para alcanzar acuerdos con la Unión Europea. Si tenía alguna duda los resultados del referéndum de independencia en Escocia, y la imagen de un Reino Unido más unido que nunca, le pareció al partido conservador como acicate para lanzarse a una política más agresiva con respecto a sus socios comunitarios –a los que en el fondo siempre se ha culpado de usar a Escocia como un elemento debilitador de la cohesión- y reclamar mayores apoyos a la agricultura, a la ganadería (a la que ya se “rescató” en plena crisis de las Vacas Locas y que todavía lastra las exportaciones) y, sobre todo a la pesca. El compromiso de la UE alcanzado en 2014 sobre la potenciación de las flotas que promovieran la pesca sostenible y por la potenciación de las medidas contra la sobrepesca han provocado un enorme malestar entre los pescadores británicos que han visto en el NO a Europa su oportunidad de liberarse de estas cuotas y, sobre todo, la renegociación de todos los acuerdos actuales que afectarían no solo a las toneladas de pescado capturado si no también, y esto es más importante, a la redefinición de la territorialidad de las aguas de pesca.
El ejecutivo de Cameron ha calculado mal la capacidad del #Brexit como arma arrojadiza. Rematadamente mal a tenor de los resultados. La relación con Europa nunca ha sido muy buena. Reino Unido entró en la UE en 1973 junto a la República de Irlanda y Dinamarca. Lo hizo durante el mandato del conservador Edward Heath que encabezó personalmente las negociaciones. Frente a la buena disposición de los conservadores estuvo la resistencia del Partido Laborista que pedía la renegociación de los términos del acuerdo y, sobre todo, que fueran los ciudadanos los que decidieran sobre el ingreso. Los laboristas, acaso sin esperarlo, ganaron las elecciones de 1974 y el recién nombrado Primer Ministro Harold Wilson no tiene más remedio que convocar el referéndum lo que provoca una división interna entre los laboristas que se dividen entre partidarios del Sí y del No. Margaret Thatcher, recién estrenada en su papel de Jefa de la Leal Oposición, hizo una furibunda campaña por la permanencia en el Mercado Común.
Pese a todo es esencial entender a la figura de Margaret Thatcher como parte del espíritu euroescéptico que siempre ha existido en Gran Bretaña. En parte impostado y en parte real pero siempre acudiendo a razones como una pretendida irrenunciable independencia con respecto al exterior (una idea que se rompe al comprobar como los británicos han venido comportándose más como cómplices necesarios que como aliados de la primera potencia) o, lo que es más divertido, cierto gen que obliga a las instituciones a mantener cierta pose de que siguen siendo la cabeza real de un vasto imperio.
Así, los primeros entusiastas del #Brexit se los cobró Cameron de entre aquellos que creían que una salida de Europa era una forma de reafirmarse en el papel de Imperio que la historia le tiene siempre reservada a la corona británica. No tuvo que buscar muchos porque, desgraciadamente, estaban todos en su partido y formaban parte de su círculo más íntimo. Quizás el Primer Ministro no esperaba que, tras acordar con Bruselas que su gobierno podía decidir sobre las ayudas sanitarias que recibían los inmigrantes, los miembros de su gabinete se comportaran de una forma tan entusiasta y, hasta en público, decidieran apoyar abiertamente una consulta. Tanto es así que, hasta el alcalde de Londres Boris Johnson, no tuvo más remedio que subirse al carro por miedo a perder comba con respecto a sus ambiciones de sustituir algún día al ya malherido Primer Ministro.
¿Estaban los ministros de Cameron malinterpretando las señales y cargando por su cuenta contra la línea de las tropas enemigas? Es muy posible.
A medida que el mensaje de los laboristas y de Jeremy Corbyn –el tío más odiado de los medios detrás del primer ministro y que votó en contra de la permanencia de UK en la UE- se ha ido tornando más a favor de la idea de un Reino Unido más integrado y participativo en la estructura de la UE más distancia han tomado los conservadores con la intención de tomar partido.
Otra vez la estrategia no ha funcionado como se esperaba: El euroescepticismo, que los conservadores no tenían en propiedad y que, como hemos explicado, siempre estuvo por encima de la ideología, se ha ido convirtiendo en una seña de identidad propia que hay que potenciar. El euroescepticismo mostrado por Thatcher muy pocas veces fue real. Siempre fue más agresivo y dialéctico que real. De hecho siempre fue una excusa: el euroescepticismo respondió folclóricamente a dos ideales que, en primera instancia, parecían del todo irrenunciables como eran cierto control de la inmigración interior que provocó que UK nunca sancionara el Tratado de Schengen y, por otro, que la libra esterlina garantizara cierta independencia de las decisiones económicas de Bruselas. Lo cierto es que la UE nunca vio con malos ojos ninguna de las dos cosas. Lo primero se lo tomó como otro gesto desabrido y un poco maleducado de sus socios (obligados en cierto modo a mantenerle el pulso a Bruselas para no perder protagonismo en Washington) y lo segundo como un cierto respiro: la libra esterlina es una moneda volátil y las decisiones económicas británicas no han sido demasiado buenas. Quizás por esa necesidad de pensar en términos imperiales o quizás porque las políticas liberales de Thatcher colapsaron irremisiblemente el sistema económico hasta que en 1992 no tuvieron más remedio que suspender la cotización de la moneda y una salida temporal del Sistema Monetario Europeo. La UE, sobre todo Alemania, permitió que los ingleses pagaran con sangre esa libertad.
Si Cameron no ha sabido manejar estos impulsos y estas pulsiones dentro de sus colaboradores más cercanos, tampoco ha sabido manejar toda una marea de extrema derecha que ha ido tomando importancia en toda Europa y que, evidentemente, ha tenido también su impacto en el Reino Unido. El testimonial euroescepticismo del pasado se ha acabado convirtiendo en la bandera de una pulsión británica: la xenofobia y el racismo. La ultraderecha británica, heredera de la postura pronazi de Oswald Mosley y el British Union of Fascist de los años 30, ha tenido una importancia demasiado grande en la campaña del #Brexit. Ni que decir tiene que el BUF nació en la explotación de las ideologías de los años 30, que murió con la Segunda Guerra Mundial y que volvió a primera línea a comienzos de los años 70 irrumpiendo con fuerza en los barrios más castigados por la crisis económica más grande de la década. Tiene gracia que la subcultura “skinhead” provenga de las raíces de los bouncers de la música ska y de las formas primigenias del punk que eran antirracistas y promovían la mezcla racial como contestación a la tradición del Imperio Británico que recluía a jamaicanos o hindúes a barrios concretos y, de facto, los había tratado como ciudadanos de segunda.
Los “boneheads” (“cabezas huecas”), término despectivo que los SHARPs (acrónimo de Skinheads Against Racist Prejudice, cabezas rapadas contra los prejuicios raciales) usaban para referirse a los ultraderechistas que les habían usurpado la estética de botas, tirantes y pelo rapado, han sido siempre considerados como una despreciable pandilla. Aunque solo sea por los bombardeos nazis de Londres durante la Segunda Guerra Mundial nunca han contado con demasiado apoyo popular. En estas décadas los antiguos “boneheads” han ido suavizando su estética y mezclándose con las alas más radicales de los conservadores. El racismo y la xenofobia ya latente y ofrecida en píldoras de paternalismo por los tradicionalistas se ha filtrando lenta, pero inexorablemente, de la misma forma que los británicos parecen ir olvidando su papel relevante en el último gran conflicto europeo. Olvido y tiempo. Mala mezcla. Entender el viejo racismo de antaño, instalado de forma cultural, estructural y transversal en una sociedad como la británica es esencial para entender las razones del #Brexit y como se ha ido instalando la normalización de este racismo activo que quiere dar el siguiente paso y, no ya separarse de Europa, si no comenzar unas cuantas expulsiones de inmigrantes.
También habría que explicar en este punto que el término “inmigrante” no afecta solo al “sin papeles”, al ilegal, al refugiado político que viene de África u Oriente. No se circunscribe solo a los inmigrantes pobres y no europeos negros, árabes o orientales. El término se aplica también para la inmigración interna que engordamos con nuestros propios inmigrantes. Es decir: nos afecta de forma directa.
Esta rabia, y esta baba, ha sido recogida por un político como Nigel Farage. Farage, que no era más que una pieza marginal, ha sido trascendental para el éxito del #Brexit, en tanto en cuanto, ha capitalizado el voto de los que nunca suelen ir a votar y ha normalizado el discurso xenófobo en los medios. Farage es más un eurófobo que un euroescéptico al uso. Es más, dirige el UKIP, el partido antieuropeo que no tenía ningún sentido de existencia en la bonanza económica pero que ha conseguido la etiqueta de respetable pese a que su discurso no se aleja demasiado del tradicional de los alegres nazis británicos de la BUF.
Sus apariciones circenses y sus declaraciones radicales, como que la salida de la inmigración ahorraría 350 millones de libras semanales a las arcas públicas (algo de lo que se ha desdicho a las pocas horas de saberse el resultado del referéndum), han calado fuerte entre una población asustada y empobrecida cuyo background cultural ya predispone a cierta resistencia a aceptar a la inmigración venga esta de la Commonwealth, de países del Tercer Mundo o de la propia Europa. Un discurso más propio del Speaker´s Corner que de una tribuna nacional plagado de falsedades, errores y exageraciones bien arreglado para asustar y no para informar que ha sido convenientemente amplificado por la prensa amarilla inglesa que ha hecho suyo el discurso más paleto y lamentable (seguramente porque se ajusta a su propia visión de las cosas) y ha provocado un efecto surrealista: las portadas sobre escándalos sexuales entre famosos de segunda y niños poseídos han dado paso a un interés repentino por la política nacional y un compromiso retorcido con la definitiva salida de la UE. Porque esta ha sido una campaña marcada por la desinformación, dominada por las pulsiones y, sobre todo, envalentonada por la audacia mal entendida y el patrioterismo exacerbado. Un dato relevante: Nigel Farage o Michael Gove han insistido en subrayar que los ingleses estaban “hartos de expertos que trabajan para instituciones” identificadas por “largas siglas” que “siempre se equivocan” cuando han tenido que responder sobre las consecuencias económicas y políticas del #Brexit. Esa llamada a votar con las tripas y no con la cabeza ha venido emitida desde una parte de la clase política conservadora que se ha formado en instituciones privadas de corte elitista.
El efecto ha sido notable en tanto en cuanto la capitalización de este sentimiento atávico y ha permitido que, durante la campaña del #Brexit, los endebles argumentos económicos y sociales a favor de la salida de la UE hayan quedado completamente ocultos tras un discurso que sonaba más propio del Berlín de 1931 que del Londres de 2016. Como muestra: en la noche del #Brexit se pudo escuchar en el extenso especial que BBC News dedicó al referéndum voces de todas las confesiones políticas y a voces de diversa extracción intelectual. Apenas se habló de economía y sí se repitió con insistencia el argumento de que la inmigración había traído delincuencia, pobreza y había afectado al gasto social británico. Es más, incluso las voces a favor de la permanencia fueron débiles a la hora de rebatir estos argumentos y se llegó a hablar de la necesidad de una “renegociación” de los términos de la circulación de inmigrantes y de la forma en la que se permitía el acceso a la ayuda pública. Un absurdo, en tanto en cuanto, estos términos ya se habían renegociado en 2014 de cara a Europa y, durante estos años, ha ido sufriendo todo tipo de recortes. Recortes que irán a más aunque solo sea, y esta cuestión se va haciendo más grande con el paso de las horas, porque el interés último de los impulsores del No a Europa es acabar con el sistema de garantías sociales y sustituir el Sistema Sanitario inglés por seguros privados. Otra cuestión que ni el Thatcherismo se atrevió a impulsar de manera abierta.
El asesinato de la diputada Jo Cox a manos de Tommy Mair ha sido una prueba del papel determinante del odio en la campaña. La acción llevada a cabo por un hombre que gritaba “Britain First!”, “Muerte a los traidores” y “Libertad para el Reino Unido” no puede solo justificarse a través del estado mental del asesino. Es evidente el móvil político de la acción terrorista, las motivaciones políticas del criminal y cuáles eran las intenciones de este. También que el ambiente ha servido como caldo de cultivo. Farage ha podido desmarcarse de la acción con elegancia pero, en realidad, el grito de “Britain First!” ha sido el ‘leit motiv’ de su campaña y la dialéctica de la misma puede ser descrita como, al menos, agresiva y no se aleja, para nada, de la ideología exhibida por Mair.
El #Brexit se ha convertido en la Carga de la Caballería Ligera de su majestad la Reina Victoria en la Guerra de Crimea. Una estrategia idiota que solo puede ser la antesala de una derrota mayor que no solo se circunscribe a lo económico (que ya veremos) si no que va a afectar a la sociedad de una forma mucho más profunda. La división que ha provocado en el seno de la misma una cuestión, la de Europa, que no estaba en la agenda de los ciudadanos de forma directa, la forma en la que se ha llevado la campaña y la culpabilización de la inmigración de todos los males del Reino Unido traerán cola. Por lo pronto Cameron ha imitado a Lord Cardigan, ha encabritado el caballo, picado espuela y salido del campo de batalla ofreciendo su dimisión que se hará efectiva en octubre.
La victoria final de la estrategia, que tenía que ser la negociación con la UE, se escapaba de los dedos de sus responsables a medida que el #Brexit iba ganando votos. Incluso cuando los portavoces del Partido Torie (en plena caída libre) querían ofrecer una lectura diferente del resultado como una oportunidad de negociar a largo plazo con Europa yéndose ahora para plantear una entrada en el futuro en mejores condiciones. No encontraron consuelo en la UE que no parece dispuesta a doblar la rodilla ante lo que entiende como un chantaje. Se pudo soportar el desaire del pasado, la relación fría y distante, la clara alineación con los intereses norteamericanos aunque estos chocaran con los europeos pero estos son otros tiempos.
Cameron se marcha entre la niebla de un ridículo gigantesco en el que no ha sabido cortar la sangría, sin saberse imponer y sin saber convencer. Ahora los conservadores quedan en manos de Nigel Farage, por un lado, y por otro de Boris Johnson ese político que parece salido de la serie ‘Little Britain’ y cuya ambición parece aún más peligrosa que su corte de pelo.
Es pronto para decir qué va a pasar a corto, medio y largo plazo pero, lo cierto, es que Reino Unido se enfrenta a una posible reedición del referéndum escocés y, a primera vista, algún movimiento por parte de Irlanda que, hasta la fecha, no tenía ningún interés en promover la anexión con la República de Irlanda. Cameron, queriendo afianzarse en el puesto, ha dado mal las órdenes se ha lanzado contra los cañones enemigos y, al dar la vuelta en el campo de batalla, se ha encontrado con que los suyos también le estaban disparando. El #Brexit dichoso va a ser su Crimea.