Este año se cumplen 50 del estreno de “El cálido verano del Señor Rodríguez”, película de Pedro Lazaga que normalizó el uso de la expresión “Estar de Rodríguez”. En aquellos años “Señor Rodríguez” era el sobrenombre que los hombres infieles usaban para identificarse en meublés y burdeles.
POR ÁNGEL RAMOS
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En “El cálido verano del Señor Rodríguez” seguimos las aventuras de Pepe Rodríguez (José Luis López Vázquez), un hombre que tiene que permanecer en Madrid trabajando mientras su mujer (Elvira Quintillá) está de vacaciones. En este periodo de ausencia de la media naranja, Pepe intenta sobrevivir al hecho de ser un español de los 60 incapaz de entrar en la cocina sin provocar un estropicio o lavarse su propia ropa. Pese a este estado de hombre cavernario, no es refractario a incorporarse a la modernidad y quiere ser europeo y estar con los tiempos experimentando con la infidelidad matrimonial algo que, según nos cuentan, hasta el desarrollo de la primera clase media era cosa de ciudadanos acomodados, nobles y mandos altos y medios de las administraciones franquistas. Todavía quedan en la capital de España restos de aquellos discretos apartamentos construidos para albergar a turistas y/o personas de paso por Madrid, pero que acabaron convirtiéndose en hogares de señoras catalogadas como “las otras” o “las queridas” como los discretos “Love”, sitos cerca del Paseo de la Habana (equipados con cafetería, piscina, servicio de lavandería y Peluquería en su momento de mayor actividad) o el edificio de la Calle General Varela donde fue hallado muerto Antonio Puerta, agresor del profesor universitario Jesús Neira, y que ha mantenido una actividad regular desde hace varias décadas en este sentido derivando desde hace más de una década en alquiler de inmuebles por tiempo limitado.
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Haciendo las Américas
“Estar de Rodríguez” se quedó en la memoria colectiva y se internacionalizó hasta el punto de que algunos medios norteamericanos se hicieron eco del término por carecer en su lengua materna de una expresión tan afinada y no exenta de cierto nivel de picardía. Es más, Billy Wilder (10 años antes que Lazaga, aunque la película no se estrenó en nuestro país hasta 1964) ya había estrenado “La tentación vive arriba” donde un ciudadano norteamericano llamado Richard Sherman (Tom Ewell) sufría la ausencia de su mujer y su hijo en unas condiciones de torpeza similares y, además, sentía una irremediable atracción por su vecina de arriba (Marilyn Monroe, identificada como “la chica” en el guión original, sin más). Tanto el Señor Sherman como el Señor Rodríguez acababan viviendo un destino similar porque ninguno de los dos es capaz ni de acabar el verano comiendo o vistiendo decentemente ni, de comerse una rosca para volver alegremente a su vida matrimonial cantando las alegrías de la monogamia en el caso de Rodríguez (por decencia y por la censura) y, en el caso de Sherman, por aceptar que la Monroe era demasiado pollo para tan poco arroz.
El fenotipo popular del Rodríguez creció en un mundo que, como contaba Luis Carandell, existía un tren llamado “El de los cuernos” que cubría la ruta entre Madrid y la Sierra conectando al Rodriguez de turno con su señora y la prole durante el fin de semana. Carandell decía que la infidelidad se establecía en los dos lados y que, mientras que el señor echaba la canita al aire con la secretaria o la azafata de turno, la señora también podía vivir un romance pasajero y que, por tanto, dicha línea trasladaba infidelidades en ambas direcciones.
De tascazas y burdeles
En un mundo machista hasta el absurdo de que el hombre español era incapaz de manejarse en cuestiones de supervivencia diaria, la única solución era proveerse de comida en los escasos establecimientos abiertos en verano. La secuencia vital del Rodríguez la cantó Joaquín Sabina muy bien en ese extraño rap titulado “Como te digo una có, te digo la ó” en un verso que dice así: “…pero mi marío quiere Benidorm/sa jodío/ si tonto no es/Como el pobre mío se queda en Madrid/para cargar las pilas/su cena en Manila/su copa en Pachá”.
Manila fue una cadena de cafeterías famosa por dar servicio “en plan americano” y por sus tortitas con nata que vivió su declive definitivo a partir de la segunda mitad de los 90 cuando entró en concurso de acreedores y cerró varios de sus establecimientos. El más famoso de ellos el que mantenía en la semiesquina entre Gran Vía y la Plaza del Callao bajo el enorme cartelón de Schweppes. “Pachá” no abrió sus puertas hasta los años 80 y echó el cierre en Madrid en 2013 acabando con uno de los lugares de encuentro preferidos por los más “canallas” de la capital.
El Rodríguez sesentero frecuentaba templos de la diversión capitalina como la sala de fiestas “Pasapoga”, “El corral de la morería”, El “Whisky Jazz” o el “Bourbon Street” (local por donde pasó Brian Epstein, manager de The Beatles, por ser un local donde se podía ligar en plan gay). Pero, como recordaba Miguel Ríos, Madrid (España en general) era bastante aburrido y había que buscarse mucho las castañas para andar de juerga loca más allá de la una o las dos de la mañana o, como reseña Luis Martín Santos en su imprescindible “Tiempo de silencio”, estar de tascaza sórdida en tascaza sórdida hasta dar con tus huesos en algún burdel poco higiénico. Dicho panorama contradice un poco la definición que hizo Espartaco Santoni en sus memorias definiendo a España como un lugar donde “todo era color e ilusión” pero, todos sabemos que Santoni llevaba la marcha con él a todas partes, que la atesoraba en su corazón.
La metamorfosis
Tras la muerte del General Franco las costumbres se aligeran y el propio Lazaga rueda “Tres suecas para tres Rodríguez” (1975) donde ya se hablaba a “calzón quitao” de la infidelidad como vehículo para escapar del adormecedor matrimonio que sí, que proveía de alimento, que permitía no salir a la calle como un ecce homo lleno de churretes y lamparones pero, oigan, qué rollo.
El paradigma del Rodríguez se transforma un poco: hay que fijarse en una película esencial para entender las relaciones. Una película de Garci. De cuando Garci era tope y estaba en la pomada. Se trata de “Las verdes Praderas” (1979) donde un matrimonio (María Casanova y un Alfredo Landa que se intentaba quitar a mordiscos aquello del “landismo”) se dirige a su segunda vivienda para pasar un fin de semana. Durante esas 48 horas la pareja recibe una serie de visitas coñazo: familiares, compañeros de empresa y otras desconsoladoras experiencias que acaban desembocando en la necesidad de ambos por finalizar el absurdo experimento de mantener dos casas. Más cuando la suegra de Landa alaba las maravillas de que su hija puede permanecer durante el verano en el chalet mientras su yerno trabaja en la capital. Solución (ALERTA DE SPOILER): quemar la casa y salir corriendo sin mirar atrás. Definitivo este título pues advierte de las maldades del “rodriguismo” de un modo sutil pero bárbaro. Viene a decirnos Garci que ser un Rodríguez es una horterada, una cosa sin sentido y que es mejor poner el betadine antes de que salga la herida quemando el chalet y, con él, las posibilidades de convertirte en un Señor Rodríguez que, en época estival, recorre los locales de moda de la capital en busca de aventuras extramatrimoniales.
El hombre Bosé y la señora Rodríguez
En los 80 la movida madrileña, sus locales y sus terracitas de la Castellana fueron el refugio de los Rodriguez capitalinos, ya reconvertidos en diseñadores o publicistas, que clamaban por las peluquerías unisex, la moda unisex y lo que Fernando Colomo definió en “La vida Alegre” (1987) como la “moda del hombre sensible”. Se escribían artículos sobre que los hombres tenían que demostrar sensibilidad pública y parecerse a Imanol Arias o a Miguel Bosé. La figura del solterón veraniego no estaba de moda, es más, con las mujeres incorporadas al mundo laboral es posible que tu novia se quedara currando en Madrid mientras tú te largabas por ahí a hacer el tonto playero. En ese caso, aparece en la cultura popular la inquietante idea de que la mujer también podía marcarse un Rodríguez. De ello nos advertía la banda de Rockabilly “Montana” en los versos de su canción “El Rodríguez”: “Otro año estaré/De Rodriguez en mi casa/mientras todos mis amigos/se divierten en la playa/ y sus novias estarán/tan solitas y aburridas/no quiero saber nada/si se dejan bienvenidas”. La cultura popular, anticipándose a los cambios en la legislación laboral, ya abrazaba la idea de Carandell de que los cuernos viajan en dos direcciones.
En vías de extinción
Y llegamos a Karra Elejalde en “La ardilla roja”, el último gran “Señor Rodríguez” de la industria cinematográfica patria. Karra es un taxista que aparca a su tradicional familia (mujer sumisa e hijos como cabras) en un camping mientras él trabaja durante el verano y farda de poner el coche a velocidades de vértigo delante de Nancho Novo y Emma Suarez (una pareja moderna disfuncional formada por un músico atormentado y una bella amnésica que huye de una mala relación anterior). De nuevo vemos a un tipo incapaz de vivir solo porque no sabe cocinar, no sabe vestir y que necesita a una mujer para que se lo haga todo. Un ser incompleto que necesita de una media naranja que le ría las gracias, que le perdone las paridas (crisis de los 30, de los 40 etc.), una sombra de algo que ya no existe como las cafeterías Manila o La Sala de fiestas Cleofas y que recibió a The Beatles hace 50 años como si fuera la primera señal de que había algo que ponía en peligro su status dominante, haciendo muchas coñas y muchos aspavientos preguntándoles la frecuencia con la que acudían al barbero un poco a sabiendas de que su tiempo ya iba tocando a su fin, de que las cosas iban a cambiar, de que estos serían los últimos veranos para hacer el tonto y los penúltimos inviernos donde imponer su ordeno y mando.
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