Crónica personal de la histórica huelga feminista del 8 de marzo. Por Telma Tesla.
08:00 am.
Me levanto. He dormido mal. Estoy nerviosa. Hacer huelga en una multinacional en un sector marcadamente masculino (por no decir jodidamente machista) no es fácil. La gente de traje y corbata ejerce una presión muy sutil. La tiñen de lo políticamente correcto. Se saben la teoría, intentan la práctica con más o menos ahínco, pero es imposible no sentir su aliento en tu espalda, sus ojos en tu nuca y su poder en tu cuenta corriente. No lo dicen pero puedes oír su mensaje con claridad: no hagas huelga. Las mujeres son iguales que los hombres. En esta organización no hay brecha salarial, defienden sin mostrar ningún dato y aposentados sobre el techo de hormigón en el que se estampan las carreras de las mujeres. Una detrás de otra. Con algunas excepciones que son las que usan para hacernos dudar.
No me van a hacer dudar.
08:30 am.
Mi marido tiene lumbago. Le doy masaje con una crema antiinflamatoria. Llevaré yo a mi hijo menor al cole, como todos los días. No pasa nada. Es una urgencia. De pronto, una pregunta: “¿oye, al final, cómo hacemos lo del fútbol? ¿Voy con Bibi?” Nos han regalado unas entradas para la Champions. En palcos. Con cena. No me gusta el fútbol pero ir al Wanda en plan glamouroso y escapar de la rutina un jueves me había parecido una buena idea. Hasta que caí que era el día de la huelga. “Pues yo voy a ir a la manifestación”. “Entonces, ¿a qué hora vuelves?” De pronto me encuentro pensando en cómo hacer para que me dé tiempo a ir a la mani, volver a tiempo para no dejar solos a mis hijos y que mi marido pueda ir al fútbol, sin tener que pagar un extra por el cangureo. En cinco segundos, mi Día de la Mujer se había visto dominado por una traca de pensamientos multi tarea: “Voy, llego hasta Cibeles y vuelvo antes. No, mejor le digo a Irene que se quede más tiempo ¡Qué mal me viene pagarle más! Se podrían quedar solos los niños. Bueno puedo no ir a la manifestación”. Despierto. Esto debe ser lo que llaman patriarcado, metido en el inconsciente colectivo. Peor, en mi inconsciente. “No pienso estar mirando el reloj en la manifestación para ver si llego o no a casa para que tu te vayas tan contento al futbol. Lo siento pero es mi día”.
Esta frase no cae muy bien. Mi marido murmulla que no hay quién me entienda. Que había sido yo quien había dicho que se fuese con un amigo al futbol. Y termina farfullando que no hay problema. De todos modos le duele mucho la espalda.
09:00 am.
Dejo a mi hijo pequeño en el cole. Llegamos corriendo. Hay más hombres que otras mañanas. Pero también muchas madres. Me cruzo con un conocido, que me pregunta extrañado que qué hago yo aquí. Eso me pregunto yo. Iba a empezar a justificarme. No pienso excusarme. Me limito a sonreír.
09:15 am.
Se me ocurre mirar el chat familiar. El de la familia de mi marido. Un chat hiperactivo donde adoran tanto a los memes de buenos días como critican cualquier idea progresista. Se me ocurre decir que estoy de huelga. Esto abre un debate con un cuñado lejano, marido de una prima, que es piloto y tiene dos hijas. No entiende por qué hay huelga. Somos iguales. No. Las mujeres somos mejores. Porque lo hacemos todo. ¡Podemos tener hijos! Eso le da envidia. Me contengo de calificar sus observaciones y contesto diciendo que ese no es el debate. El problema está en que nos pagan menos, nos reconocen menos, tenemos el doble de responsabilidades y nos asesinan más. Él contesta que quiere ser ama de casa y no puede. El pobre. “¡Con lo que te gusta volar! Sí, seguro que lo dejabas todo por estar en casa”, le contesta con sorna un ama de casa del chat que jamás entra en ninguna polémica. Y de pronto, me ponen en bandeja LA PREGUNTA: ¿Cuántas mujeres piloto hay en Iberia? El 15% de la plantilla. Pues eso, contesto. ¡He ganado!, pienso. Pero replica: “las que quieren”. Se me saltan los ojos de las órbitas. Antes de que pueda teclear. Insiste: “¿Pero a cuántas mujeres les gustan las máquinas?”
Lo está diciendo en serio. No me lo puedo creer. Y él se define como un aliado de las mujeres. Esta sociedad tiene una ensalada mental realmente complicada. Si consideramos el uso que se hace de las lavadoras y el aspirador a muchas más que a los hombres. Esto era lo que estaba a punto de contestar pero decido no seguir con esa conversación. La ironía no siempre se capta en este chat. Pero también decido que voy hacer la huelga. La huelga completa. De todo el día. Nada de parón de dos horas, como había pensado inicialmente. Se apodera de mi el espíritu de Clara Campoamor, la Pasionaria y de la madre que me parió. Vivimos rodeadas de esta mierda.
09:30 am.
Llego a la puerta de mi trabajo. Paro mi coche en la entrada del párking. Llamo a mi jefe. “No voy a ir. En todo el día”. “Gracias por avisar”. Parece hasta satisfecho por mi decisión. Nadie de mi departamento la va a hacer. Creo percibir una solidaridad silenciosa. Los gays saben lo importante que es trasladar las protestas a la calle.
10:00 am.
Conduzco hacia mi casa. Me siento más Thelma que nunca. No, yo misma. La Thelma de ‘Thelma y Louise’. Nadie puede pararme. Nadie puede pararnos
12:30 am.
Estoy en Callao. Con mis colegas periodistas. No he visto a tanta mujer junta en mi vida. Algo está pasando….Estoy emocionada. Esta tarde también iré a la manifestación…
18:00 am.
En mi casa, le pido a Irene, mi asistenta, que se quede con los niños. Ayer le pregunté: ¿no vas a hacer huelga? Y ella me contestó: ¿Qué huelga? ¿Hay huelga de metro? No se había enterado de nada. Su única preocupación era cómo iba a llegar a trabajar. Me imagino que la lucha feminista también tiene brechas. La brecha social. La de la gente más desfavorecida. Las asistentas, las cuidadoras, las inmigrantes que dejan a sus hijos en sus países para cuidar a los nuestros. Las que hacen realmente posible que podamos conciliar familia con nuestros horarios imposibles. Para ellas no hay huelga. En eso debemos sentirnos privilegiadas. Iré a la manifestación, también por Irene (aunque a ella le importa un pito) y quizás el año que viene, me deje plantada el 8 de Marzo. Me fastidiará. Pero me alegraré.
19:30 am.
En Atocha hay tanta gente que no se puede andar. Hay mujeres a gogó, de todas las edades, con los pelos de colores, con mechas, con palestinos y collares de perlas. Es emocionante. También hay hombres, niños….Algo se está moviendo.
22:00 am.
Destrozada. He andado más de 12 kilómetros a lo largo de todo el día. Me lo chiva mi móvil. Pero estoy satisfecha. Tengo que hacer la cena. Mi marido está fatal de la espalda. Pero estoy contenta. Acuesto a mi hijo pequeño. He hecho lo que debía hacer. Hemos dado un paso. Estaba todo Madrid. Al ver las imágenes en la tele, hay muchas menos dudas sobre si la huelga estaba justificada. Hoy hay más mujeres llamándose a si mismas feministas. Y las miradas extrañas por hacer huelga se han convertido en miradas cómplices. Hasta de admiración. Por implicarte.
Mañana no me subirán el sueldo, ni me propondrán una promoción, ni tan si quiera me libraré de organizar el funcionamiento de mi casa, pero me siento mejor. He hecho algo. Y el mundo es un poco más feminista que ayer.
“Mañana me levanto antes y escribo un tema sobre el 8 de Marzo. Lo merece”, pienso antes de caer dormida.
Decía Virginia Woolf que la mujer que quería escribir necesitaba un cuarto para ella sola, pues me temo que yo me hubiese conformado con una hora seguida para mi sola. No entrego esto hasta el domingo. La huelga ha pasado. Pero sus efectos aún se pueden respirar en el aire de las calles de Madrid.
[ IMAGEN DE DANIEL LÓPEZ GARCÍA ]