Recuerdo que cuando era pequeña había una tienda de juguetes en el centro de Zaragoza a la que le pedía a mi padre ir siempre que podíamos. Me acuerdo de aquel lugar con el halo de nostalgia que tienen los recuerdos envueltos en plomo, esos que pesan y se clavan, esos que ni el tiempo consigue que se olviden. En aquella juguetería no pasaban las horas, ni los días, ni los años, ni la vida. Simplemente, parecía que el mundo de ahí fuera había detonado y que sólo había quedado ese pequeño templo de sueños.
Decía Neruda que “todo es ceremonia en el jardín salvaje de la infancia”, y es cierto. Quizás por eso sabe tan dulce sentirte un niño cuando ya no lo eres, o cuando no te dejan serlo, aunque puede que sea lo mismo. El pasado 15 octubre volví a aquella tienda de juguetes o, mejor dicho, a aquella sensación de estar en un sitio que te transporta a ese tinte de ligereza, de vuelo y de ensueño. Fue en Barcelona, Premio Planeta 2017.
Domingo envuelto en la noche cálida de este verano eterno que parece no querer acabar, se empieza a escuchar el murmullo de la gente desde los pisos superiores del Hotel Fairmont Rey Juan Carlos I. Los invitados que venimos desde otras ciudades empezamos a salir de las habitaciones, se escucha el cerrar de las puertas, overbooking en los ascensores. Es la hora. Nueve menos cuarto de la noche y se sacan a lucir las galas, los vestidos y los brillos. “Anúdate bien la corbata”, le dice justo antes de salir al vestíbulo una mujer a su marido. Empieza la retahíla de los saludos de los que ya se conocen de otras situaciones, de todos aquellos que han coincidido en algún punto de estos 65 años que se lleva celebrando la gala, casi nada.
El mundo sigue girando, el suelo parece estable pero en mi estómago montaña rusa, adrenalina, viaje y baile. Nervios. Es la primera vez que asisto al Premio Planeta, la primera vez que asisto, en general, a una gala de tal envergadura. ¿Es este mi sitio?, me preguntaría una media de un millón de veces a lo largo de la noche. Sentirte tan chiquita en mitad de un espectro de personalidades de la literatura es consecuencia inevitable de la naturaleza. El evento se desarrolla en el Palacio de Congresos de Barcelona, tras un breve photocall que servía de desfile de celebridades (desde Julia Otero a Mónica Carrillo pasando por Pilar Eyre, entre otros muchos), flashes y miradas, se llega a un salón que sirve como antesala para el evento. Calentamiento antes de la gran carrera, conversaciones que se desarrollan en torno a la noche, encuentros y copas de cava, algún que otro brindis, y es que hay mucho que celebrar en una de las fiestas de las letras más importantes de España. Eso sí, poco rastro de las figuras políticas que han presenciado la gala años anteriores.
Ya en la mesa, aún con la inseguridad del niño al que le preguntan la lección delante de toda la clase, observo la sala de luces moradas y el escenario mientras empieza a llegar la gente. Se sienta a mi lado Pepa Roma, la periodista y novelista es una de esas personas que llevan encima el perfume que despierta inquietudes, que esconde en los ojos un pozo de vida y sabes que te hará falta tan sólo un minuto para saber que tiene mucho que contar y que, por el contrario, tan sólo una cena será insuficiente para descifrarla. También están ahí Máxim Huerta o Defreds, con quien comparto colección en Espasa. Se presentan los finalistas con sus pseudónimos, comienza también las apuestas en las mesas (quien gane se lleva un lote de libros). El final de la gala coincide, cómo no, con el postre de la cena. El ganador de la 66 edición de entre los 634 manuscritos presentados ha sido Javier Sierra con ‘El fuego invisible’, Cristina López Barrio como finalista con ‘Niebla en Tánger’. Aplausos.
La noche está llegando a su fin, despedidas. Me dirijo hacia la salida, pero justo antes de encararme con la noche barcelonesa vuelvo a echar la mirada atrás, como quien mira al pasado, y casi sin querer veo entre las mesas algún que otro juguete por el suelo, me veo bailando con los rizos rubios que me brillaban de pequeña, correteando por los pasillos de aquella juguetería. Me veo también con mi primer libro y escribiendo mi primer poema. Suspiro, quién me iba a decir que la vida me tenía preparados estos momentos.
La felicidad es sostener una pompa de jabón entre los labios sin que se rompa, cuestión de puro equilibrio; cumplir sueños, una táctica de supervivencia al dolor. Pienso: quién sabe, quizás algún día utilizarás este recuerdo para noquear pesadumbres. Mañana no sé qué ocurrirá pero hoy cierro los ojos con una sonrisa en los labios y un sabor dulce en las comisuras: es lo que tiene robarle un sueño a la vida, como quien le roba un beso a quien quiere, como quien tiene un horizonte limpio ante sus ojos y muchas, muchas, muchas ganas de correr. Hoy las perras negras,
como llamaba Cortázar a las palabras, me han vuelto a llevar a celebrar la literatura y la vida aunque, ¿acaso no son lo mismo?.