Tras ocho episodios de la nueva temporada de ‘Twin Peaks’ queda claro que, para David Lynch, la televisión y el cine son accesorios, medios en los que plasmar su arte. No hay que enfadarse demasiado con el norteamericano que ha sufrido lo suyo para conseguir sacar adelante esta nueva entrega (y la siguiente) y ha tenido que tirar de prestigio y de sus conexiones en Europa para financiarse esta obra hecha a mayor gloria de su bagaje. ‘Twin Peaks’ resulta a veces autoparódica y, a veces, un monumento al ego sobredimensionado de Lynch (esto es una apreciación personal, es posible que Lynch no tenga ninguna clase de egomanía).
Reconozcamos que la segunda temporada de la entrega original fue un absoluto dislate. Algo que se sostuvo gracias a la fe de los creyentes y porque, en una de esas piruetas que solo son capaces de dar los ejecutivos de las cadenas de televisión, nadie quería encargarse de ser el que suspendiera la primera serie de televisión realizada en Estados Unidos por un director de cine prestigioso que, aparentemente, no sufría un bajón profesional en su carrera.
Digamos que tanto Frost como Lynch hicieron un trabajo enorme de improvisación en las dos temporadas. La más conocida: la creación del personaje de Bob, el maléfico espíritu que tomaba el cuerpo de Leland Palmer, se debió a que Frank A. Silva apareció reflejado, sin querer, en un espejo del decorado. Silva ni siquiera era un actor de la serie, estaba contratado como currante del departamento de arte. Lynch y Frost, que cuando terminaron la versión “definitiva” del guión, solo tenían claro que Leland Palmer debía de ser el asesino de Laura Palmer pero no sabían sus motivaciones encontraron en esa casualidad la idea de convertir al asesino en un hombre poseído.
Lynch estaba, y está, muy acostumbrado a improvisar. ¿Razón? Sus películas, con excepciones como ‘Dune’ o ‘El hombre elefante’, no tienen un gran presupuesto pero suelen estar sustentadas por productoras potentes. Se asume que sus películas no van a tener un recorrido comercial regular. El riesgo económico es tan pequeño y asumible que una semana o dos de rodaje no se traduce en millones de pérdidas. Esta es una de las razones por las que Woody Allen sigue rodando y alternando desastres en taquilla con éxitos: sus películas son francamente baratas para el estándar de ‘estrella consagrada de Hollywood’.
Reconozcamos que, a nivel argumental, la nueva temporada de ‘Twin Peaks’ es un dislate que ha pasado de asumible a ‘¿qué narices es esto?’. No pasa nada, llevamos años consumiendo películas de Lynch, sabemos que hace estas cosas con gusto y conscientemente. El octavo episodio es una prueba de fe. Comienza de forma convencional y luego todo se dispara hacia un espectáculo visual que se regodea en sí mismo con una canción de ‘Nine Inch Nails’ en el medio. Se agradece que Lynch lleve el arte contemporáneo a nuestros hogares pero, la verdad, en ocho episodios hemos visto como la trama solo gira alrededor de una idea un poco tonta –hay quien dice que solo pretende reírse de un truco malo del cine comercial- y que, mientras tanto, podemos deslumbrarnos con el esfuerzo que el director ha hecho por acomodar la vieja estética de la serie a los nuevos tiempos incluso en su decisión de rodar con cámaras 2K para que la calidad, un poco inferior, sirviera para mantener la estética de la serie con respecto a la entrega original. Ni que decir tiene que una de las condiciones que le pusieron los productores, el proyecto ha arrancado y parado más veces que un taxi en época navideña, fue que abandonara la idea de rodar en el original 35mm. Otra vez Lynch chocando con el Nuevo Orden Audiovisual: cada vez circula menos película de 35mm y hay menos laboratorios. Es decir, si Lynch se dedica a improvisar o a idear nuevas triquiñuelas mientras rueda eso dispara el coste.
‘Twin Peaks’ nunca fue un serie al uso, al menos desde su segundo o tercer episodios, pero ahora es un monstruo que solo tiene significado dentro de sí mismo y que se mueve en los parámetros que, seguramente, quería el propio Lynch: solo se puede comparar dentro del universo lyncheano. Fuera de él no tiene ningún sentido. No encontrarán nada parecido a lo que han hecho Lynch y Frost con ‘Twin Peaks’ y hay que irse hasta producciones como ‘El Pequeño Quinquin’ (2014), la miniserie rodada por Bruno Dumont, para encontrar algo remotamente parecido. Eso fuera de sus márgenes. Dentro de sus márgenes hemos ido encontrando referencias a sus otras obras televisivas como ‘Hotel Room’ y ‘On the Air’ y a películas como ‘Corazón Salvaje’, ‘Terciopelo Azul’, ‘Mullholand Drive’, ‘Inland Empire’, ‘Cabeza borradora’…
Lo más frustrante es que Lynch no haya sido capaz de dar el salto más allá del videoarte de los años 80 o que con ‘Twin Peaks’, esas piezas sueltas de creación audiovisual nos demuestren que el videoarte es una fórmula agotada casi al nacer. La misma canción que en el 77 pero redigitalizada y apoyada ahora en los recursos digitales que, hasta hace poco, tan reacio era a incorporar. Si hay que buscarle un valo digamos que es ese: ofrecer un espectáculo que debería de estar en una sala de un museo o en una galería de arte en un contexto completamente diferente y demostrarnos, no sabemos si inconscientemente, que el contexto en el que se ofrece la obra de arte es necesario para que se perciba como tal. No tengo duda de que muchas de las secuencias de ‘Twin Peaks’ han sido creadas por el simple placer de ser creadas y que pueden ofrecerse como piezas de David Lynch de forma independiente en cualquier tugurio de renombre artístico donde la audiencia, literalmente, tendría un orgasmo ruidoso. Fuera de ahí, la cosa se complica un poco más, fuera de ese contexto ‘Twin Peaks’ solo es un orgasmatrón sin libro de instrucciones.
No se necesitan tantos episodios para lo que Lynch quiera contarnos. No sabemos qué coño quiere contarnos excepto, claro está, que esté tardando ocho episodios en explicarnos por qué una casualidad conocida (la inclusión del personaje de Bob) tiene, en realidad, un sentido cósmico que hay que encajar a la fuerza en el entramado de la serie. El ritmo se resiente y el espectador pierde la paciencia si comienza a intentar montar el puzle del significado y de la intencionalidad al mismo ritmo que consume la serie. La idea de Lynch, como la de cualquier artista conceptual, es que primero tiene que ser visualizada y luego asimilada, discutida, entendida y, finalmente, digerida. ‘Twin Peaks’ comenzó significando la entrada de su autor en el negocio del entretenimiento televisivo y, con el tiempo, ha acabado significando la inclusión de otra obra de Lynch en un medio que le era un tanto ajeno y que, por ser de masas, el personal daba por hecho que no le interesaría.
‘Twin Peaks’ está siendo, hasta la fecha, frustrante en términos televisivos porque no avanza y normalita en lo que se refiere a ser una obra de vanguardia. Un poco al contrario de lo que le ocurrió a Lynch con ‘El hombre elefante’ donde, sin rodar nada experimental, consiguió terminar una película que ha quedado en la historia del cine. Lynch puede hacer obras convencionales, lo ha demostrado muchas veces. Puede ser un director coherente, académico, que se ajuste a los cánones, que haga un cine popular. Otra cosa es que quiera serlo. La sensación que recorre ‘Twin Peaks’ es que el tipo a los mandos solo quiere hacer historia y que reniega bastante de todo lo convencional del asunto. Es el jodido Lynch, no sé qué estábamos esperando.