‘The leftovers’ arrancó raro. La audiencia suele rechazar lo que no comprende y, sorprendentemente, incluso los ciudadanos más dispuestos a dejarse llevar por una serie tan artie como esta negaron la producción al grito de que tenía más trampas que una película de chinos y que, a la vez, estaba rellena de nada. Al comienzo de su tercera temporada (que se estrenó de madrugada en nuestro país en Movistar Series y en HBO) la realidad es bien distinta y la producción cuenta con la bendición de todo aquel que vaya un poco de buscador de hypes.
Una cosa es cierta: “The leftovers” es una gran colección de gimmicks, de truquitos narrativos, de secuencias insertadas que no van a ninguna parte para despistar, de Mcuffins, de huevos de pascua, de referencias musicales de los 70, 80 y 90 (la banda sonora original, además, es majestuosa, en todos los sentidos) de…bueno, sí, vale, pero lo cierto es que no tiene nada más que eso. Eso es lo bonito: es una serie que usa los trucos para estructurarse. No es que haya una línea argumental y una estructura a la que se le han unido trucos. No. Parece justamente al revés: toda la estructura y toda la línear argumental funciona a golpe de efectismo. Es como esos trucos de los magos Penn & Teller en los que te están enseñando la mecánica del número de magia para sorprenderte al final.
Que nadie se llame a engaño, el sabor de boca del final de ‘Perdidos’ fue tan malo, la resolución tan pobre y las expectativas de la audiencia cayeron desde tan algo que es normal que la gente recibiera a ‘The Leftovers’ con mucha suspicacia, con ganas de gritarle a Damon Lindeloff (co creador de ambas series, en este caso junto a Tom Perrotta que es el escritor de la novela original) que no se la iba a volver a colar ni una vez más. La resistencia ha ido reduciéndose a medida que avanzaban las dos primeras temporadas pasando de ‘no me va mucho’ a ‘no puedo dejar de verla’. El ‘Hype’ está servido.
¿De qué va ‘The leftovers’? Bien, un buen día el 2% de la población desaparece sin dejar rastro. Se esfuma. Todo ocurre a la vez y en diversos puntos del planeta. Sin explicaciones. Sin efecto aparentes sobre el día a día que el hecho de que hay millones de personas que se han esfumado delante de nuestras narices mientras charlábamos con ellos, mientras dormían, mientras compraban, mientras follaban…Tres años después el mundo vive en estado de shock todavía e intenta superarlo en una maraña de investigaciones oficiales, rumores conspiranóicos, aparición de nuevas sectas y, claro está, un nuevo fervor que parece una refundación de todos los cultos religiosos, una vuelta a los tiempos en los que la única explicación posible para cualquier fenómeno era la religión. ¿Puede la ciencia explicar la desaparición del 2% de la población mundial? ¿No? Bien, pues vamos a rezar a ver qué pasa.
La serie comenzó en Mapleton, un pequeño pueblo de NY, donde conocimos a la familia del sheriff Kevin Garvey (Justin Theroux) y su desintegración: Su hijo Tom (Chris Zylka) ha desaparecido siguiendo a un extraño sanador, su mujer Laurie (Amy Brenneman) se ha unido a una secta llamada ‘Guilty remnant’ que quiere alcanzar el martirio de sus miembros y su hija Jill (Margaret Quaelly) que parece vivir en un sano nihilismo. A partir de ahí conoceremos al predicador Matt Jameson (Christoper Eccleston) cuya esposa Mary (Janel Moloney) está en estado comatoso. En esta primera temporada veríamos la llegada de Meg (Liv Tyler) a la misma secta que Laurie y, como no, aparecería un personaje determinante de la serie: Nora Durts (Carrie Coon), una inspectora gubernamental que se dedica a investigar las indemnizaciones que el gobierno USA está repartiendo entre los familiares de los desaparecidos, cuya familia se ha esfumado al completo y que acaba uniendo su tragedia a la del sheriff y su familia. En esa primera temporada vimos un despliegue brutal que recordaba a veces a ‘Hijos de los hombres’ y, casi siempre, a una película de esas donde el mundo está a dos o tres minutos de irse a la mierda. La tragedia del 11-S, la forma en la que USA digirió el atentado y la pérdida de casi tres mil ciudadanos flotaba todavía en el ambiente así como ese olorcillo a serie con clase, a dramón complejo de personajes sumidos en una especie de estupor constante que les impide alejarse del dolor y seguir adelante con sus vidas.
La segunda temporada estuvo centrada en el traslado de la familia protagonista al enclave del Parque Nacional de Miracle, y, concretamente, al pueblo de Jarden en Texas que se encuentra dentro de él. Un lugar donde el rapto había pasado de largo y no se había producido ni una sola desaparición. Un lugar que se convierte en sitio de peregrinación, en parada obligatoria para chalados de diversa especie y donde los protagonistas tienen que volver a arrastrar su propia existencia en una escena asfixiante que parecía, a veces, ‘El Pueblo de los malditos’ y otras tantas se dejaba arrastrar hasta los márgenes de ‘Farenheit 451’ abrazando un discurso ambivalente sobre el poder y por quién viene impuesto.
La tercera temporada ha comenzado con una secuencia brillante de resonancias sobre el culto mormón o los Testigos de Jehová (el cálculo del número exacto de personas que alcanzarían la salvación y la fecha exacta del rapto previo al Juicio Final son algunas de las constantes de estas dos religiones cristianas) y permanece, en su acción principal, en el pueblo de Jarden hasta que los protagonistas partan hacia Australia a buscar respuestas. No se podía esperar mejor arranque para una temporada final (la producción se ha sostenido por la fidelidad de los abonados de HBO que son fans de la serie en USA pero se planteó, de forma bastante seria, su cancelación al final de la segunda temporada por los costes…y porque es rarita hasta para HBO) y que nos h dejado un capítulo completo que cierra de manera abrupta una de las tramas de la primera temporada.
Punto a favor porque Lindeloff dejó claro que todo se cerraría sin explicación –la explicación de ‘Lost’ fue la que la llevó al desastre- si es verdad que también prometió dos cosas: alejarse del tono clarísimamente religioso de la novela de Perrotta (‘Ascensión’ es una novela de corte más religioso que la serie) y, sobre todo, no dejarse tramas atrás o cerrarlas todas. Un trabajo ímprobo que convertirá a la última temporada de la serie en un tour de forcé bastante interesante sobre la manera en la que se resolverá todo y, a la vez, dejando todas las interpretaciones –por otro lado, bastante claras- al albur de las entendederas de la propia audiencia que bien se podrá pasar la siguiente década discutiendo en Internet sobre la intencionalidad final de ‘The leftovers’. Desde Don nos comprometemos a dar nuestra versión una vez que acabe todo. Por lo pronto ya les adelantamos algo: el hecho de que los personajes descreídos sean los que viven más cómodamente ya les debería de dar una pista de por donde van los tiros porque, lo que está claro, es que creer es un poco vivir sufriendo.
Les recomendamos fervientemente ‘The leftovers’, no piensen demasiado en las motivaciones y que se dejen envolver por este caos calmo, este desastre ordenado de ver la civilización ir camino hacia su refundación (o no) a ritmo de éxitos chalados de ABBA (la promo de la tercera temporada tenía como canción principal a ‘SOS’ del grupo sueco) o de los Bellamy Brothers (echamos de menos el ‘God´s away from bussiness’ de Tom Waits, que conste). Un lujo que se produzcan series así, que te dejan con mal cuerpo y, a la vez, con unas ganas enormes de no perderte ni un solo episodio, de rebuscar referencias y de intercambiar impresiones. En definitiva: lo peor de cualquier obra de arte es que te deje indiferente, que una vez vista no tengas ningún interés en hablar de ella. No es el caso. Se lo aseguramos. Nos vamos a quedar con ganas de una cuarta temporada. Ahora solo podemos rezar por un spin off o algo parecido (a ser posible con Liv Tyler de protagonista).