ILUSTRACIÓN: GUACIMARA VARGAS
En ‘Eight Days a Week’ hay pequeñas y grandes lagunas: no se habla de Pete Best (el primer batería de la banda), del malogrado Stuart Sutcliffe (el primer bajista que fallecería en Hamburgo a los 21 años), de la muerte por sobredosis de Brian Epstein (manager e improvisado cerebro del éxito) o de las trifulcas de la banda que acabaron con un final tan tortuoso como traumático que tuvo su brillante epílogo en el concierto de la azotea de las oficinas de Apple (su empresa, no confundir con la de Jobs) en la calle Savile Row de Londres el 30 de enero de 1969.
Pero la película no se detiene apenas en lo negativo. Posiblemente porque no hay nada que no sepamos ya sobre el lado oscuro de la vida de The Beatles y, por otro, porque la historia de la banda es tan grande que no deja espacio para nada más que para ser descrita. Y digo descrita porque, en realidad, Ron Howard tampoco ha querido hacer una análisis del éxito de los Fab Four si no, más bien, dejar constancia de lo espectacular de su recorrido. Contar como un grupo de adolescentes de Liverpool se convirtieron en un fenómeno sin detenerse en las causas o, más bien, dejándolas sugeridas o en boca de fans ilustres como Sigourney Weaver, o Whoppie Goldberg que son rendidas fans que vieron al grupo en directo.
A día de hoy, cuando la industria musical ha tenido unas cuantas décadas para crecer, madurar, implosionar y, a día de hoy, estar en un largo proceso de regeneración, se puede explicar con mucha más facilidad porqué, talento aparte, Miley Cyrus o Kanye West son las bestias mediáticas que son. Los departamentos de márketing son mejores, los conglomerados de medios son más eficaces, los soportes son infinitos, los medios de promoción son gigantes y se extienden a campos impensables antes como la moda. El mundo es un lugar menos inocente y, desde que los talent shows de música se convirtieron en máquinas de hacer pasta, la industria musical no ha tenido empacho en mostrar sus cartas y en reconocer que es capaz de fabricar ídolos. Que puede coger a un chico de Almería que cantaba en una orquesta de verbena en verbena y hacer que venda medio millón de discos en todo el mundo. En los tiempos en los que The Beatles comenzaron a tocar ni siquiera se podía sospechar que llegaría el día en el que la propia industria generaría a sus propios músicos por medio de cástings. La verdad es que no tardó mucho: En 1966 la NBC se sacó de la manga a The Monkees, una serie de televisión protagonizada por un grupo musical del mismo nombre que fue elegido a través de un cásting. Los Beatles americanos, así se les conocía en un principio, vendieron muchos discos y aún siguen en la carretera. Peor fue el caso de The Archies que en 1969 alcanzaron el éxito mundial con “Sugar Sugar” pese a no existir. Eran personajes de dibujos animados a los que se buscó unos dobles de carne y hueso para subirse al escenario y hacer playbacks de las canciones que sonaban en su programa. Pero todo tiene su lado positivo: Michael Nesmith, de The Monkees, se destapó como un enorme talento del pop y el experimento de The Archies parió todo un estilo: el bubblegum.
Digamos que The Beatles emergen en una época en el que las discográficas estaban estandarizando las clásicos trucos de feria y convirtiéndolos en parte de una maquinaria industrial que, en la mayor medida posible, garantizara el éxito y los beneficios. Pero, pese a todo, a veces todo falla y los objetivos no se cumplen. No es poco conocida la historia de muchos músicos cuyo talento no es refrendado por un éxito de masas y tampoco es desconocida la historia del típico talento prefabricado que, pese a tener todo a su favor, fracasa estrepitosamente. Lo decía William Goldman en su fantástico libro ‘Las aventuras del un guionista en Hollywood’ (Editorial Plot) como contestación a la pregunta sobre cómo se sabe si un guión será un éxito o no. La cita es textual y la pondremos en mayúsculas para que se entienda mejor su complejidad y trascendencia: NADIE SABE NADA.
Una chifladura de miles de fans que seguían a la banda en un mundo en que la policía no tenía planes de contingencia para estas aglomeraciones de público, por ejemplo. Excepto en España, esta es otra de las lagunas del documental, donde los fans patrios de los “melenudos”, recibieron bastante estopa en los aledaños de las plazas de Toros de Madrid y Barcelona ya que el régimen franquista decidió que no le gustaba su presencia y temía que la cosa se le escapara de las manos por lo que decidió boicotear ambos conciertos con una bien diseñada campaña de desprestigio en prensa.
Que la mayor banda del mundo no llevara escenografía, que los equipos de sonido no superaran los 200 watios por canal o que solo tuvieran un técnico de sonido y dos pipas nos da una idea del momento que vivía el negocio musical. Que las giras tuvieran un recorrido caótico, que la mayoría de las veces los miembros de The Beatles tuvieran que compartir habitaciones dobles durante las mismas y detalles tan nimios como que no contaban con seguridad privada contratada para quitarse a los fans de encima nos habla también de un mundo completamente diferente.
Muchas críticas ha recibido que el documental solo habla de lo bien que se llevaban The Beatles. Son Paul y Ringo los que inciden en sus entrevistas en remarcar la profunda amistad que siempre les unió, que las decisiones se tomaban democráticamente y que se apoyaron los unos a los otros mucho. También, y esto es raro, se reivindica el buen carácter de Lennon. ¿es verdad? Bien, hay una anécdota fantástica de John Lennon que define bastante bien al personaje. En septiembre de 1966 John Lennon vino a España a rodar ‘Cómo gané la guerra’ (Richard Lester). Vino solo, muy cansado y pensó que la costa de Almería le serviría de refugio. A comienzos de agosto se había publicado el LP ‘Revolver’ y la continua gira en la que se movían The Beatles había terminado el 29 de agosto con un último concierto en el Candlestick Park de San Francisco con un mal presagio (mala entrada) y una constante desesperante (mal sonido). Tras ese concierto el grupo decide no volver a tocar en directo hasta que no se den las condiciones para poder reproducir decentemente el sonido de los discos. Después de cuatro años agotadores, de sucederse los números 1, batir todos los records de ventas y dar más de 1.400 conciertos The Beatles paraba en seco, sus miembros se desperdigaban para tomar fuerzas…para desgracia de John las cosas en Almería no salen muy bien.
El fotoperiodista César Lucas –uno de los profesionales más inquietos que he tenido el placer de conocer y también uno de los más geniales- acude al rodaje a cubrirlo informativamente. Cuando llega allí aquello no le gusta. Contaba que hacía mucho calor, que nadie había tenido en cuenta las condiciones metereológicas y que no se cumplen los planes de rodaje. César hace fotos de aquí y allá. La más famosa la toma con ojo de pez y refleja a un divertido Lennon sucio, desmañado (caracterizado para la película) y con un corte de pelo inusual. La más íntima la toma con Lennon medio saliendo de su Rolls Royce (se lo había traído para hacer turismo). Rápidamente hace migas con el inglés y se entienden en una mezcla de español e inglés tan efectiva como inentendible. Lejos de la imagen vociferante y autoritaria que le confiere la prensa británica y, sobre todo, estadounidense cuando toma conciencia política dice César Lucas que se conforma con muchísima educación, que es muy sonriente y que se esconde dentro de su coche porque tiene aire acondicionado. Pero no se esconde solo. Invita a César y a cualquiera con el que pueda echar el rato. Lucas, contaba sorprendido, que no era muy habitual ver un coche así, que era inusual tener aire acondicionado en el coche y, más divertido, contaba que el coche tenía un enorme teléfono que le pareció de película de ciencia ficción. El fotoperiodista cuenta también que Lennon fumaba bastantes porros y que no sabía quién se los había conseguido pero que eran tremendamente fuertes y provocaban mareos. Todo lo hace en compañía, con mucha camaradería.
Esta anécdota no aparece en la película pero enlaza con algo que también queda claro en ‘Eight Days a Week’: los mitos permanecen congelados en el tiempo pero los seres humanos dentro de los que viven maduran y cambian de gustos. Lo cuenta bien Ringo: “Comenzamos a dedicarle menos tiempo a la música”. The Beatles es una banda que representa a la perfección lo nervioso de los tiempos en los que le tocó vivir, en como evolucionaron en un mundo convulso y en como fueron capaces de resaltar pese a la gran cantidad de hechos noticiables y de grandísimos grupos con los que convivieron. Echen un vistazo a los grupos con los que The Beatles se tuvieron que batir el cobre en las listas de ventas, al talento con el que tuvieron que enfrentarse (Dylan, Joplin, MC5, The Beach Boys…¡ELVIS!) y comprenderán la grandeza absoluta del fenómeno. Sin contamos los años en los que la banda se fue configurando y cogiendo fuerzas en Hamburgo (Cuando eran The Quarrymen, The Silver Beatles…) y el comunicado de disolución la vida de The Beatles no tuvo más de una década de existencia. Si nos fijamos en su discografía The Beatles solo existieron desde 1963 a 1970. Siete años en los que le dio tiempo a pasar del rock and roll y el Twist al rock psicodélico y al progresivo. De escribir canciones para adolescentes a profundas reflexiones. El mundo se movió en aquella década así de rápido y, como The Beatles, toda aquella revolución se quedó en un fugaz brillo convenientemente aplastado y troceado.
Como saben The Beatles se disolvió oficiosamente en la azotea de las oficinas de Apple en Savile Road dando un pequeño concierto de cuatro canciones que fue interrumpido por la policía a la que habían avisado los vecinos. Eran conscientes de que no habían hecho dinero suficiente para vivir toda la vida (ni siquiera poseían el dinero para recomprar los derechos de sus propias canciones que, pocos años después, acabarían en manos de Michael Jackson que las adquirió cuando McCartney le sugirió que comprar editoriales musicales y todos los derechos de las canciones que poseían era un buen negocio), que tendrían que buscar otros proyectos, otros grupos con otra gente, dedicarse a otros menesteres.
Solo interpretaron cuatro canciones delante de la gente que se había subido a los tejados a verlos. Un grupo muy reducido. La gente en la calle solo podía escuchar la música. Ahí estaban esos cuatro tíos, la banda más grande de la historia, haciendo lo que más les gustaba por última vez, lanzándose miradas de complicidad pese a que la grabación de ‘Let it be’ que estaban llevando a cabo estaba resultando un desastre, que hacía días que se evitaban en los pasillos, que habían decidido grabar muchas pistas por separado, que se estaban desentendiendo de las remezclas porque no querían coincidir juntos en la misma habitación. Ahí estaban The Fab Four, Los 4 de Liverpool, los “melenudos”, la gente más peligrosa para la civilización occidental, los sacrílegos que se creían más grandes que Jesucristo, tocando por fin, sin malas caras, riéndose incluso de ellos mismos. Sabían que el mito llamado The Beatles seguiría siempre vivo, congelado en el tiempo pero los cuatro músicos que los componían, los John, Paul, George y Ringo se habían hecho mayores y querían tomarse un descanso. Un descanso que el asesinato de John Lennon el 8 de diciembre de 1980 en la puerta del edificio Dakota convirtió en un punto y final.