Truman Capote me sonaba porque mis padres tenían en la biblioteca de casa una flamante edición de ‘A sangre fría‘. Una de esas tan pintonas con unos dibujos como setenteros en la portada del Círculo de Lectores. Aquella portada me encantaba. Recuerdo a mi madre sentada en el salón de casa, sujetando con una mano el ejemplar y con la otra un Fortuna a medio consumir. “Parte de este libro se escribió en Palamós. Al lado de Palafrugell. Capote lo terminó en Nueva York” me contó. Habíamos vivido algún tiempo en la Costa Brava y, durante mucho tiempo, pensé que era una novela de misterio –ya me dejaban leer a Conan Doyle y a Agatha Christie- ambientada en la zona. Cuando pude leer, por fin, el libro me volví literalmente loco y entendí por qué era la novela preferida de mi madre. Reconozco que todos mis intentos convertirme en un escritor de mierda pasan por escribir algo que se acerque medianamente a Capote. Creo, sinceramente, en que es un personaje esencial para algunos cambios profundos en materia periodística –para bien y para mal- y que sin él hubiera sido imposible el gonzo de Hunter S. Thompson y que se estrecharan los márgenes entre los considerados géneros chicos y los géneros grandes.
Cuando se cumplen 50 años de la publicación de ‘A sangre fría’ la casa de subastas Julien´s de Los Ángeles, especializada en memorabilia, sacará a la venta un lote de pertenencias de Truman Capote el 24 de septiembre. El nombre que tendrá el evento será “Icon & Idols’ y en él se podrá pujar por la camisa que llevaba Travolta en ‘Cowboy de Ciudad’ (James Bridges, 1980), la chaqueta de cuero que Steve Jobs compró en otra subasta y que perteneció a Charlton Heston y otro buen montón de fruslerías que, en otro tiempo, pertenecieron a personalidades de Hollywood.
El lote de Capote incluye cosas tan dispares como una colección de ‘Interview’ (la revista de tendencias fundada por John Wilcock y Andy Warhol a finales de los 60), camisas, sombreros, unos patines de hielo, maletas, libros, botes de medicamentos prescritos, el libro de su obituario, un boceto de un cuadro que le iba a pintar Alejo Vidal Quadras (el retratista, no el político) durante el tiempo que el estadounidense pasó en Palamós, una serie de fotos personales en las que se le ve esnifando cocaína y la pequeña caja de madera donde fueron a parar sus cenizas al ser incinerado. Todas estas pertenencias fueron entregadas a Joanne Carson, su última mejor amiga, que las ha custodiado hasta ahora mismo. Las anteriores mejores amigas de Truman Capote, sus íntimas, fueron la escritora Harper Lee (atenazada por el éxito de su ‘Matar un ruiseñor‘ hasta el punto de no poder publicar nada más hasta 2015, en el que vio la luz una secuela de su primer libro titulada ‘Ve y pon un centinela’) y la socialite Babe Paley. Ambas murieron con la pena de ver como su mejor amigo las había traicionado en mayor o menor medida: a Capote se lo llevó por delante la envidia cuando el primer libro de su amiga de la infancia se alzaba con el Pulitzer mientras él naufragaba intentando sacar adelante ‘A sangre fría’. Una envidia insana que lo cegó por completo y le hizo olvidar que fue Harper Lee la persona que lo acompañó al pueblo de Holcomb (Kansas) donde se produjeron los asesinatos de la familia Clutter que fueron el punto de partida de su novela. Una envidia que le hizo olvidar que Lee había sido, entonces, una especie de secretaria personal y de ayudante incansable. Capote, más o menos en serio, llegó a sugerir que ‘Matar un ruiseñor’ era, en parte, suya. Que no solo había inspirado a uno de los niños protagonistas si no que había ido más allá y había escrito algunos párrafos o llevado a cabo cambios en el texto original. Su relación se resintió de tal modo que jamás volvieron a dirigirse la palabra, al menos, públicamente.
Babe Paley, por su parte, fue la persona que le entregó NY a Capote y la puso a sus pies. La ex modelo, una figura principal en la alta sociedad neoyorquina hasta su muerte en 1978, introdujo a Capote en saraos y fiestas, lo invitó a cenas de postín y convirtió su Black & White Ball (un baile de máscaras organizado por Capote en el Plaza en 1966) en un éxito recordado y aún homenajeado e imitado. El pago que Capote regaló a Paley fue horrible. En 1975 la revista Esquire anunció a bombo y platillo que publicaría dos episodios de ‘Plegarias atendidas’ la primera novela larga de Capote tras ‘A Sangre fría’. El texto sería un remedo de autobiografía de ‘No ficción’ que contaría con partes reales e inventadas conformando lo que se esperaba como una narración deliciosa y algo petarda. Lo que los lectores de Esquire se encontraron fue un episodio titulado ‘La Costa Vasca, 1965’ donde, sin venir mucho a cuento, Capote hilaba una narración en la que su círculo de amistades era convenientemente masacrado sacando a la luz escándalos e infidelidades. Semejante crueldad le valió a Capote un viaje al ostracismo del que no volvería nunca y que le hizo pasar su última década de vida en un aislamiento casi total. Como en una mala novela de misterio el Capote escritor, al que se creía difunto, volvía de la tumba para darle una puñalada trapera al Capote socialite en un combate que, definitivamente, acabaría con Truman Capote en todas las facetas de su vida y que no se recuperaría con la publicación de ‘Música para camaleones’ –en realidad un pastiche de textos- en 1980-.
Tiene algo de paradójico que el autor literario que más ha sufrido el peso de su ajetreada vida social y personal hasta el punto de que lo que debería de ser accesorio de su trayectoria se ha convertido con los años en una sombra que ha oscurecido la importancia de trabajos como ‘Desayuno en Tiffany´s’ o ‘El Arpa de hierba’ vaya a vivir un triste capítulo póstumo que parece cobrarse venganza de una vida de traiciones y sinsabores, de torturas a propios y extraños que llevaron a gente, tradicionalmente mesurada, como Gore Vidal a declarar que su muerte era “un inteligente movimiento en su carrera profesional”.
Joanne Carson, que fue su tercera mejor amiga, fue la que dio cobijo a Truman Capote en los últimos años de su vida y, cuando el cáncer de hígado se lo llevó en 1984, estaba instalado en su residencia casi de forma permanente. Las cenizas del escritor quedaron dentro de una caja de madera de inspiración japonesa que estaba en la habitación donde murió cubierta por una urna. Pese a que Miss Carson llegó a decir que las cenizas de su amigo la llenaban de paz lo cierto es que la vida de la caja ha sido, cuanto menos, azarosa. Sufrió dos robos. Uno durante una fiesta de Halloween celebrada en la casa en 1988. El ladrón se llevó también 200.000 dólares y joyas. A los pocos días devolvió las cenizas depositando el pequeño cofre en la entrada trasera de la mansión de Carson. El otro intento de robo se produjo en NY donde habían viajado las cenizas para adornar el estreno de la obra de teatro ‘Tru’ en la que se reconstruye una versión dramatizada de las razones que llevaron a Capote a publicar ‘La Costa Vasca, 1965) y a destruir así su vida social. Por suerte el ladrón fue atrapado antes de salir del teatro. Joanne Carson decidió entonces comprar un nicho en el Westwood Village Memorial Park Cemetery de Los Ángeles para que nadie volviera a intentar robarlo. Dos años después de la muerte de Jack Dunphy, su pareja durante años, en 1994 las cenizas de ambos fueron repartidas por diferentes lugares de la Costa de NY.
Lo que subasta Julien´s el 24 de septiembre es la caja, con algún resto, de las cenizas de uno de los autores estadounidenses más importantes de todos los tiempos. Un delito de honor que, sin embargo, los encargados de la casa de subastas han decidido definir como un acto que hubiera divertido a Capote por el gusto de este por las fiestas y el espectáculo. Resulta, cuanto menos, desasosegante que el último acto público de Capote vaya a ser un remedo de lo que fueron sus últimos años en la tierra: la exposición indecente de sus miserias y la venta de estas a los desconocidos. Pero, siempre hay un pero, habría que ponerse un poco moralista y recordar que fue Capote el primero en tender puentes entre lo delirante de la vida social, entre lo idiota y superficial y la gran literatura. Muchos, todavía, creen que la mayor aportación de Capote está ahí, en su pose, en esa pose cien mil veces repetida por autores que creen que su trabajo literario es solamente un pasaporte para correr de fiesta en fiesta y que hay que labrarse cierta fama de animador, de perversito, de chismoso y de maledicente. A ese Capote te lo encuentras en esas columnas de cotilleos escritas desde la inquina, en esos shows televisivos donde se exprime a gente que desea ser exprimida (algunos tan pobres y desesperados como el Capote que aterrizó en NY para convertirse en el mejor escritor de su tiempo) y, en general, en todo eso que identificamos como petardeo y que ha inundado y enrarecido el ambiente literario y periodístico. No les quepa duda de que Capote disfrutaría de este legado, sería un fan de las Kardashian y aplaudiría todo este empacho de telerrealidad con la que se nos malnutre todos los días. Es posible que fuera uno de sus animadores pero, la verdad, Capote siempre fue más jefe de pista que monito saltarín y no hubiera permitido que se le arrastrara sin su permiso o sin la promesa de dos o tres cócteles bien cargados.
Truman Capote, que siempre quiso ser famoso, fue tragado y escupido por la fama que tantos ansían ahora y que esperan alcanzar disimulando que no tienen talento alguno. Incluso después de muerto la maldición en forma de banalidad que transmitió al mundo, en el fondo una especie de conflictos personales irresueltos, y ese mensaje de que lo importante era ver y ser visto se vuelve ahora de nuevo contra él en un tontorrón zarpazo lleno, sin embargo, de significado. Todo aquello que pudo construir en torno a su innegable talento literario, esa idea tan difusa de que el escritor es, en sí, el mensaje y la historia se vuelve de nuevo contra él en una ceremonia de vejación que no merece. Como decía la frase de Santa Teresa de Ávila que usó para su inacabada ‘Plegarias atendidas’: “Más lágrimas son derramadas por las plegarias atendidas que por las que no lo son”.
ILUSTRACIÓN: GUACIMARA VARGAS