Los monumentos más emblemáticos del mundo se han teñido de púrpura para recordar a uno de los artistas más completos y geniales de la historia reciente de la música. Este homenaje global da una visión cristalina de la dimensión universal de Prince, que consiguió que su mensaje se escuchase en todos los rincones del planeta. Y es que él siempre entendió la música como una expresión de la verdad en términos absolutos, de lo mejor que cada uno guardamos en nuestro interior, un oasis de semicorcheas y claves de sol donde confluyen todos los estilos musicales y se integran en un solo: el sonido Mineápolis. De hecho, en ‘Screwdriver‘, uno de los cortes de su último disco hasta la fecha, ‘HITnRun Phase Two‘, asegura que “the music never lies”. La música nunca miente, nunca. Y digo hasta la fecha porque una de las leyendas que siempre lo acompañó asegura que poseía una cámara acorazada, la legendaria The Vault, en la que guardaba miles de canciones inéditas que se publicarían después de su muerte. Así que es probable que los fans sigamos disfrutando de un disco de Prince al año durante décadas.
No es momento para hablar de su interminable listado de hits que seguirán sonando eternamente en el imaginario colectivo. Ni del increíble legado musical que deja tras de sí. Ni de su encarnizada lucha contra la industria discográfica y sus excesos contra los artistas. Ni de su relación amor-odio con las nuevas tecnologías (nunca tuvo móvil). Ni siquiera de sus extravagantes cambios de nombre. Ni de lo visionario, innovador o talentoso que fue. Eso ya lo leeréis en otros medios. Hoy es el día de centrarse en la verdad que subyace bajo el propio Prince, en su autenticidad y en esa manera tan única como personal de vivir su vida. Y es que absolutamente todo en él era genuino: su música, sus estilismos, sus instrumentos, su voz, la manera de tocar la guitarra, cómo acariciaba las teclas del piano, … “Real music by real musicians” era uno de sus mantras preferidos. Y nunca nadie podrá siquiera acercase a su virtuosismo en directo.
Cada uno de sus conciertos (el que firma estas líneas acudió a más de una docena), eran experiencias transformadoras que iban mucho más allá de lo musical. En muchas ocasiones, comenzaba el show con la siguiente frase: “No hay mejor lugar en el mundo para pasar esta noche que aquí”. Y lo decía en serio, tanto por él como por nosotros. Es de lo pocos músicos, si no el único, que se atrevió a darle la vuelta a sus canciones más ilustres y presentárselas a sus fans de una manera completamente diferente. Nos retaba y siempre ganaba. Las hacía todavía mejores. Les cambiaba el ritmo, incluía inolvidables solos de guitarra que no figuraban en la versión original o las reducía a un par de acordes al piano. Y seguían siendo suyas. Y nuestras también. Recuerdo esos conciertos míticos de casi cuatro horas, seguidos por aftershows improvisados que se alargaban hasta el amanecer. Además, con el paso de los años, el ego desmedido del que hizo gala en sus inicios se fue aplacando poco a poco y dejaba que todo su grupo se luciese. Música de verdad hecha por músicos de verdad.
Hoy los escenarios lloran su muerte y los focos iluminan a media asta. Su guitarra símbolo solloza notas tristes y el piano con el que dio su último concierto en Atlanta suena algo desafinado. Pero solo le vamos a conceder un día de luto porque estoy seguro de que a Prince no le gustaría que gastamos nuestras lágrimas por su culpa. Él preferiría que nos fuésemos de party, como si fuera 1999.