En el garaje por el que entra el público a los estudios 3Sesenta, cuartel general del programa ‘El Hormiguero’, un Ford F150, un Pick Up gigantesco que con la misma vanidad que se le supone a un vaquero tejano, espera impoluto a que su dueño salga. Su dueño es Bertín Osborne, pero esta noche hay Champions y claro, las cosas del prime time, de la televisión…
Así que los invitados a disfrutar del show van a tener que esperar un rato. El estudio se ha ido llenando y cuando el regidor entiende que ya estamos todos, en el tono autoritario del que se sabe poseedor de una audiencia fiel, nos dice que lo que vamos a hacer es terminar de ver todos juntos el partido del Atlético de Madrid contra el PSV Eindhoven. Con las mejores jugadas, con la tensión de las grandes citas europeas, iremos calentando como público, e irá calentando también el técnico de sonido que apoya las órdenes de su compañero bajando las luces y pinchando lo más nuevo de lo nuevo.
Los regidores tienden a ser personas de una felicidad eterna, como las mascotas de los parques de atracciones, pero al mismo tiempo, esa felicidad sufre perceptibles altibajos. Es habitual verlos sonreír, jalear y hacer bromas corporativas; pero al mismo tiempo, por el pinganillo reciben órdenes constantes: 20, 10, 5… “Lo siento por la espera, chicos, pero os prometo que tal vez éste sea el mejor programa en mucho tiempo”.
El público se cree lo que dice el regidor y automáticamente aplaude. El público está compuesto casi en su totalidad por jóvenes entre los quince y los diecinueve años de porte televisivo. Esto es, taconazos y buenas capas de barniz para ellas y cortes de pelo pensados y marcas ajustadas para ellos. El resto se divide entre parejas de cualquier estrato social y un pequeño sector de cuarentonas parlanchinas que se quejan del fútbol y se sienten atraídas por la paz y músculos que muestra el equipo de trabajadores de un programa de televisión. Es tentador utilizar al público de uno de los programas con más audiencia del país como paradigma de su sociedad, pero los neones rojos, la música muy alta y las palmas que a cada poco damos todos juntos pertenecen ya al entorno de la ficción y en éste ambiente nadie debería tomarse nada a pecho.
Se acerca la hora y las hormigas y sus adiestradores han salido a saludar. Los operadores de cámara se levantan y empiezan a dejarlo todo dispuesto para cuando salga el jefe. El partido ha terminado, el regidor nos silencia con las manos, dispuesto a ordenar el gran aplauso inicial. Pablo Motos entra bailando, la pequeña figura de la gloria. Estruendo, estamos en el aire. Antes de que entre el invitado dice algo, no sé qué dice, luego entra Bertín Osborne estrenando identidad Crooner. Las cámaras avanzan hasta la mesa de entrevistas, rodean a los dos titanes de la audiencia. Ahora toca mirar a las pantallas si se quiere ver algo. Televisión dentro de la televisión.
‘El Hormiguero’ y su comandante se han caracterizado desde hace tiempo por ser el programa del autobombo, de la promoción, tanto del invitado como del presentador. Bertín y Pablo, Pablo y Bertín saben que juegan a lo mismo, cada uno dice lo que le da la gana. Win-Win! Bertín se pone serio con Venezuela, Pablo le mira comprensivo, ambiente meditativo en el plató, publi, Pilar Rubio entra en escena, su sección de esta semana consiste en forzar una lágrima sin parpadear en dos minutos, lo consigue, aplausos. Publi. Bertín y Pablo juegan a algo que se parece a una negociación, ganan los dos. Se despiden. A casa.
El escritor David Foster Wallace en su ensayo ‘E unibus pluram: televisión y narrativa americana’ hace unas cuantas advertencias sobre la necesidad de odiar la televisión. “Hay una letanía crítica muy conocida acerca de la insulsez y la irrealidad de la televisión. La letanía en cuestión resulta a menudo más tosca y más trillada que los propios programas de los que los críticos están quejándose, razón por la cual, creo que la mayoría de los jóvenes americanos consideran la crítica profesional de la televisión menos interesante que la propia televisión”
Las razones por las que triunfa ‘El Hormiguero’, o más bien, las razones por las que hacemos que triunfe ‘El Hormiguero’ pueden ser muchas y, con toda seguridad, algunas serán desconsoladoras. Aún tratándose de televisión, de que nuestros aplausos estén medidos, no es insulso ni irreal ver a Ana Morgade repasar una y otra vez el guión de una sección que por falta de tiempo fue eliminada. No fueron irreales tampoco los embutidos que regaló Bertín Osborne al público cuando terminó el programa… Puede que el público sea estúpido y, por tanto, la televisión estúpida; pero en caso de que el público no sea estúpido, ¿qué será la televisión?