La serie ‘Vinyl‘ es la gran apuesta de la temporada de HBO. Una serie de Terence Winter, creador de ‘Boardwalk Empire’ y guionista de ‘El lobo de Wall Street’, producida por Mick Jagger y Martin Scorsese, con éste último como director del episodio piloto. La serie protagonizada por Bobby Cannavale en el papel de Richie Finestra, narra la vida en el Nueva York de comienzos de los años setenta del dueño de la discográfica American Century.
La música
‘Vinyl’ es la historia de la discográfica American Century, de su nacimiento y de cómo intenta sobrevivir a la década de los 70 cuando la revolución de los 60 ya ha estallado en mil pedazos y se ha ramificado en cientos de nuevos estilos que el sello es incapaz de comprender o apreciar, para convertirlos en éxitos comerciales. Una metáfora sobre la encrucijada de Estados Unidos en esa misma década, un país inmerso en una crisis económica –la del petróleo-, arrasada por una ola de conservadurismo (el de Nixon que sería el germen de Reagan) y reconstruyéndose como una sociedad completamente diferente.
No es extraño, por tanto, que la serie arranque en el verano de 1973, año mágico en el que vieron la luz ‘Transformer‘ de Lou Reed, ‘New York Dolls‘, de New York Dolls (declarado por la prensa especializada como “El mejor peor disco del año”), ‘Aladdin Sane‘, de David Bowie, ‘Raw Power‘, de The Stooges, ‘House of the Holy‘, de Led Zeppelin, ‘Tyranny and Mutation‘, de Blue Öyster Cult, ‘Billion Dollar Babies’, de Alice Cooper,; ‘Goodbye Yellow Brick Road‘, de Elton John, ‘Dark Side of the Moon’, de Pink Floyd, …
La música negra, la música de músicos negros, también vería una sensible transformación con la definitiva incorporación de Stevie Wonder y su ‘Innervisions‘ a las listas de éxitos fuera de los circuitos marginales de venta de LPs y de salas de conciertos junto a la explosión de Marvin Gaye y su ‘Let´s get it on‘ y Al Green y, como no, 1973 fue el año en el que Clive Campbell, conocido como DJ Kool Herc, organizó una fiesta de cumpleaños para su hermana en el 1520 de la Avenida Sedgwick y se le ocurrió ofrecer al público asistente remezclas en vivo de temas de funk clásicos. La versión más aplaudida fue el mix de “Give it up or turn it loose” de James Brown y aquello fue considerado como la primera vez que un oído humano pudo escuchar una pieza de breakbeat que resultaría en engendrar toda la cultura del hip-hop.
Aún faltaba un año para Ramones, y dos para que Malcom Mclaren reuniera a Sex Pistols en el almacén de “Too fast to live, Too young to die”, la tienda de ropa de la que era copropietario junto a Vivienne Westwood y fuera, durante años, considerado como el padre del punk; y muchos, muchos años más para que se fundaran las primeras boy bands, pero todo nació entonces. HBO ha reunido el enorme catálogo de Atlantic y Warner para esta producción y gente como David Johansen, Chris Cornell, Iggy Pop, Trey Songz y un largo etcétera se han implicado en la producción, regrabando temas y produciendo versiones de antiguos éxitos que serán incluidos en la primera temporada (y posteriores, ya se ha firmado la segunda temporada por lo menos). También se incluyen temas originales compuestos “ex profeso” para ‘Vinyl’, ya que otro de los puntos fuertes de la serie es…
Mezcla de realidad y ficción
American Century es una “non existent” discográfica. Es como la “University of Eaton” a la que pertenecía Gabino Diego en “Amanece que no es poco”. Es completamente inventa…No, no es completamente inventada. En realidad, parece una discográfica real porque las discográficas eran así. Emporios económicos que devoraban a otros sellos más pequeños para absorber su catálogo de discos publicados y los contratos de sus artistas; que practicaban el soborno y la extorsión para hacer sonar a sus artistas en la radio y que, para mantener el ritmo febril de gasto, estafaban a los músicos para poder seguir manteniendo el ritmo de vida y, por qué no reconocerlo, la máquina que hacía posible convertir a un músico local en una estrella mundial. La industria musical a gran escala nació de la mano de inversores mafiosos que pusieron pasta en negocios de empresarios del entretenimiento judíos que, a su vez, eran especialmente buenos en detectar el talento y en explotarlo comercialmente.
La base histórica de ‘Vinyl’ permanece, al menos en los tres episodios emitidos hasta la fecha, completamente intacta: Los hechos fueron así pero los protagonistas fueron otros. No todos, porque aparecen Andy Warhol o Lou Reed y se habla de los Stones y de Jethro Tull y, sí, los Led Zeppelin (al parecer) eran tan gañanes en apariencia como vivos a la hora de hacer negocios, pero nunca hubo un tipo llamado Richie Finestra –que es una mezcla de varias biografías celosamente trenzadas en un solo personaje que parece a veces Bob Evans (el famoso productor de la Paramount que es una pieza fundamental en la vida de todos los directores de los 70 y que es admirado, alabado y adorado por todos ellos como un ser mítico) y, casi siempre, se comporta como Suge Knight (el reconocido productor musical que, como bien sabe Vanilla Ice, tendía a colgar a los músicos que se ponían tontos con los contratos de las ventanas de sus oficinas).
Cada episodio es una invitación para ir descubriendo este juego de verdades y mentiras trenzadas que sirve para aprender un poco más sobre música y sobre la historia de ‘Vinyl’ y a preguntarse si todos esos personajes extremos existieron de verdad o han salido de la cabeza de los autores. La verdad, a veces se hace imposible porque ‘Vinyl’ es una historia de excesos en un mundo excesivo, especializado en trenzar lo verdadero y lo falso o, mejor, en obligar al consumidor a diferenciar entre lo genuino, lo que nació por que sí, por puro talento o lo que ha sido concienzudamente prefabricado para ser ofrecido como genuino y auténtico que, en cierto modo, es la base del éxito: nadie quiso saber nada de Milli Vanilli una vez que descubrimos que aquellos tipos no sabían cantar una nota pero, mientras tanto, sus letras, aquellos ritmos tan pegajosos y aquellos bailoteos nos parecieron gloria bendita.
Mick Jagger y el cine
No se puede decir que la relación del cantante de The Rolling Stones y el mundillo audiovisual sea específicamente buena. No, al menos, en lo que a la parte interpretativa se refiere. Se estrenó haciendo un papel protagonista en la olvidable ‘Ned Kelly‘ (Tony Richardson, 1970) y ese mismo año hizo de protagonista en la más interesante ‘Performance‘ (Donald Cammel y Nicolas Roeg). Desde entonces ha mezclado las apariciones en producciones muy indies (‘Running out luck‘ -Julien Temple, 1987) con cameos muy locos en películas comerciales (¡Por dios, hizo de cazarrecompensas corporativo en ‘FreeJack‘ –Geoff Murphy, 1992), pero sus trabajos no han pasado de ser considerados una extensión del ego que se le supone a cualquier artista de talla intergaláctica como la de Jagger.
Como avezado hombre de negocios, y productor audiovisual, que es una extensión natural de su faceta de hombre de negocios, ha tenido una carrera más interesante convirtiéndose en productor de largometraje -“Enigma” (Michael Apted, 2001) y “I Feel Good: la historia de james Brown” (Tate Taylor, 2014)-, de documentales como “Stones in Exile” (Stephen Kijak, 2010) donde se cuenta como se grabó el “Exile on Main St.” y, claro está, de “Shine a Light” donde contrató los servicios de Martin Scorsese para que testimoniara la grandeza de la vejez, propia y de sus muchachos. Jagger (co-creador) aporta en “Vinyl” gran parte del dinero que ha sido necesario para arrancar un proyecto como este, pero también el haber sido testigo de cargo de aquella época. “Goats head soup”, el disco de los Stones que vería la luz en 1973, supone la apertura del sonido del grupo hacia ritmos menos rockeros de los de su anterior “Exile on Main St.” Y la banda comienza a explorar las raíces del soul y el funk. Claro ejemplo es el tema “Doo, Doo, Doo, Doo, Doo (Heartbreaker)” donde surgen los metales, los espectaculares coros y las líneas de bajos acojonantes (no podía definirlo de otro modo) para contar dos hechos luctuosos acaecidos en la ciudad de NY: el asesinato de un chico confundido por la policía con un ladrón, y la muerte por sobredosis de una niña de 10 años en la calle.
NY en los 70, el mundo en los 70 y el precio de la libertad
No hay frase que mejor ponga en valor el valor mismo de la nostalgia y la necesidad de mirar hacia atrás sin ninguna ira, pero tomando nota de nuestros antecedentes, como esa de Vladimir Putin que reproduce Emmanuel Carrère en “Limonov” refiriéndose a la URRS: “Quién no extrañe a la Unión Soviética no tiene corazón. Quién la quiera de vuelta no tiene cerebro”. ¿Se vivía antes mejor? No creo que “Vinyl” quiera contarnos que se vivía mejor, que NY –una ciudad azotada por las deudas de su Ayuntamiento, la delincuencia y completamente colapsada- fuera mejor que la actual, o que el mundo –un mundo en crisis- fuera mejor; pero sí mueve el espíritu de la misma, la idea de que las cosas eran completamente diferentes y, en algunos aspectos, mejores. Porque la música era mejor, la forma en la que nos relacionábamos era mejor, la posibilidad de tocar en cualquier local y a cualquier hora era mejor y, en cierto modo, éramos mucho menos conservadores que ahora mismo o, por lo menos, el personal se desenvolvía en una sociedad menos acomplejada. En general, había menos tontería. Se me puede acusar de “pollavieja” por decir esto, pero bueno, creo que tuvo muchas cosas buenas que, a día de hoy, son comprendidas como terribles, pero que en realidad, nos obligaron a evolucionar. Esa es la dicotomía que planteaba Neil Young en 1979 cuando publicó el single “Hey, Hey My, My” (junto a su segunda parte “My, My, Hey, Hey”) en la que se declaraba “derrotado” por toda la década anterior, en la que reconocía que su papel como músico ya era prescindible y que su mensaje –y con él su visión del mundo- había fracasado. “Es mejor arder que apagarse lentamente” decía (frase que se hizo famosa por ser incluida por Kurt Cobain en su nota de suicidio) ante el mosqueo de John Lennon que declaró que no había por qué arder, si no saber envejecer. Paradójicamente, “Rust never sleeps” (el disco de Young & The Crazy Horse donde estaba incluido el tema) se convirtió en un éxito y en 1980 Lennon moriría tiroteado por un hombre que no podía quitarse de la cabeza la idea de que Lennon era, en realidad él, que ese impostor le había robado su espacio en el mundo y, además, se empeñaba en ignorarle. Se puede decir que a Lennon le mató la personificación de esa máquina de crear “Don-nadies” que es la historia.
“Marty” Scorsese: Hay tres obsesiones en el cine de Scorsese: la droga, la música y las historias protagonizadas por personajes de dudosa moral a los que, al final, acabamos entendiendo en su miseria (A parte de “Kundum”, “Kundum, maldita sea, Scorsese, me cago en mi vida, “Kundum”…Quizás otra de tus obsesiones sea la salvación espiritual pero, joder, “Kundum”, Marty. Recuerda que yo te lo perdoné, que te besé los zapatos en un hotel de Madrid porque eres Scorsese y porque me da igual “Kundum”, yo te lo perdono, me hubiera cortado el puto dedo meñique en plan Yakuza si me lo hubieras pedido, Marty, incluso sabiendo que me rompiste el alma con “Kundum”. Llámame un día de estos y charlemos, Martin, esto me lo tienes que explicar, majo).
Martin Scorsese
No hay un tipo mejor que Scorsese para reflejar ninguno de esos tres temas (más “Nueva York”) y, claro está, tampoco hay tipo que entienda mejor lo que es elevarse sobre los mortales, reinar sobre ellos y caer en picado hasta más abajo de lo que nunca llegaste a pensar y volver a la cima. La década de los 70 supone para Martin Scorsese las primeras etapas de ese camino del héroe: Tras cuatro películas y un ascenso brutal (que comenzó con “¿Quién llama a mi puerta?” y culminó en “Taxi Driver”) su carrera entró en barrena en 1977, tras el fracaso comercial de “New York, New York”. Por eso, y porque nadie podía sentarse más de cinco minutos delante del Martin Scorsese de los 70 sin echar a correr, o teniendo la sensación de que estaba delante de una persona que se estaba matando por la vía rápida. Pese a todo, y pese al fracaso, había rodado el documental “The Last Waltz” donde se reflejaba el triste final de “The Band”, la gran banda americana folk rock que se separaba en un torbellino de drogodependencia, egos (debidos al poder amplificador de la cocaína) y peleas (producidas por la cocaína); y que ofreció su último concierto sin casi poder mirarse a la cara. Scorsese, gran amigo y compinche de juergas de Robbie Robertson, recogió todo aquello sin darse cuenta de la tristeza implícita de su trabajo. Si le echas un vistazo detenido al asunto, te das cuenta de que están todos como cabras y que ni Scorsese, y mucho menos Robertson, se dan cuenta de que están cerrando una grandísima etapa. El caso es que corre el año 78, y Scorsese todavía conserva mucho prestigio en Europa donde, evidentemente, no saben que ningún productor quiere recibir a Marty. De hecho, se está planteando rodar en Europa (algo que nunca se materializaría) para alejarse del mercado.
“The Last Waltz” se presenta en Cannes y Scorsese –que no es consciente de que se está arruinando- se presenta con su outfit habitual en aquellos años (disfrazado de Tony Manero) en un avión privado, acompañado de muchos amigos. El consumo en el viaje es tan grande que, cuando aterrizan en Francia, no tienen ni una micra que esnifar. Decide enviar a un camello local en el mismo avión privado a París –se entiende que porque el Festival tenía a la ciudad sin existencias- y éste le provee de una partida que nadie sabe qué lleva. Tras unas jornadas agotadores de entrevistas y pases de prensa (y cocaína), Scorsese sufre un colapso nervioso (de cocaína) que le postra en la cama y lo lleva al hospital porque comienza a llorar sangre (y cocaína) por los ojos. Imagina tener una sobredosis tan grande que tu cuerpo no ve mejor modo de expulsar la merca que llorándola junto a la sangre envenenada. De ese punto muy bajo de su biografía, Scorsese saca dos cosas buenas: Refuerza su amistad con Robert de Niro (un tipo más sanote), y deja de hacer el tonto para recuperarse como director de cine. Tardará dos años en rodar “Toro Salvaje” y unos cuantos más en volver a la cima. Ya en los 80. De aquella experiencia también le quedaría cierta obsesión por filmar las sensaciones del consumo, de testimoniarlo y de colocarlo en el centro de sus historias. Un poco como decía Vladimir Putin sobre la URSS, ya saben, la echa de menos pero sabe que no se puede volver ahí. No hay tipo que ruede con más delectación el consumo, que defina mejor sus efectos, que parezca echarlo más de menos. No hay un mensaje moral en esto. No hay un lamento, un aviso de que no debes de probarlo, solo una especie de loa a un camino infernal sin invitación de por medio. Que, en Vinyl, todo tenga que ver con un personaje que está en vías de desintoxicación y alcanza una especie de revelación personal y religiosa, tras un colapso nervioso provocado por dicha recuperación, por el camino de mentiras, recaídas y descubrimientos personales que supone el “me estoy quitando (solamente me pongo de vez en cuando)”. Es más que simbólico porque, en el fondo, da la sensación de que la mayoría de los personajes de Scorsese son el propio Scorsese. O algo así. Ese personaje es Richi Finestra.
Richie Finestra
Es el capo de American Century y está a punto de vender su sello a la poderosa Polygram. Una discográfica (real, esta sí es de verdad) manejada por unos hombres de negocio reales. Unos alemanes muy serios que quieren quedarse con el cúmulo de deudas y el jugoso catálogo de Finestra para trocearlo. Son como una especie de retazo del futuro, de lo que ya no volverá a ser el mundo del espectáculo o en lo que, años más tarde, convertiría en “Show Bussiness”, en eso que ahora nos gusta llamar “industria cultural”.
Finestra no es más que un mafioso de poca monta, con suerte acompañado por otros tres mafiosos de poca monta, que ha tenido que pelear con todo y con todos para levantar un Imperio que hace aguas porque no ha sabido leer los cambios en su mercado y es incapaz de retener a los “jodidamente británicos” Led Zeppelin en su propio sello. Es un pícaro norteamericano, un verdadero American Hustle y lo tiene crudo en todos los aspectos. Pese a ello, sigue teniendo oído y, sobre todo, está interpretado por una bestia llamada Bobby Cannavale. El actor italoamericano, ya explotado su talento por parte de Scorsese en “Boardwalk Empire”, donde daba vida al chunguísimo gangster Gyp Rossetti; es el último gran actor italoamericano. Ha mantenido una carrera de pequeños papeles en cine y TV (más en TV) y su carrera, ha ido creciendo en papeles pequeños donde ha desarrollado una energía interpretativa que lo acerca a la explosión del joven Al Pacino y a la tensión de De Niro. Encima el cabrón es muy sexy y, por si fuera poco, tiene una trayectoria vital que lo acerca a los grandes actores de los 70.
Es uno de esos actores que, como Keitel, se zampa la cámara con una presencia arrolladora y una tensión interpretativa a la que ya no estamos acostumbrados. Es el tipo que tenía que ser para interpretar a un tipo como Richie Finestra, porque tiene una cara que lo coloca en cualquier década, una capacidad camaleónica fuera de dudas y, creo que ya lo he dicho antes, el cabrón es muy sexy y parece siempre a punto de explotar pero no sabes nunca muy bien por donde. Es, en sí, la esencia de cualquier buena obra: Siempre te va a sorprender.
La muerte del postmodernismo
‘Vinyl’ es un producto puro. Sin ambages. Es cine y nada más. No tiene mucho mensaje, no tiene grandes lecturas secundarias o terciarias, no es un juguete para la reflexión más allá de lo que viene siendo contar una historia épica donde los malos son los buenos y los malos son unos hijos de puta. Es puro espectáculo. Es lo más alejado a lo que se propone actualmente como el valor de la tele: El valor de sentirse un intelectual como espectador, de participar de un espectáculo de autoconciencia crítica y ser parte del mismo. De añadir tu opinión y tu visión para completar la propia obra.
“Vinyl” no es un espectáculo donde se proponga al espectador el esfuerzo gratificante de ir más allá, de sorprenderse de cómo eran las cosas, de donde venimos y hacia donde vamos. No es mala cosa, la verdad. Es una engrasadísima máquina de entretenimiento, está espectacularmente bien rodada, bien interpretada, bien escrita y tiene un fondo de referencias musicales espectacular. En definitiva, no es una gilipollez nostálgica que intente endulzar más de la cuenta aquellos años ,pero tampoco tiene un código propio o juega a que sea el espectador el que adivine claves ocultas y matrioskas rusas que sirvan para el debate. “Vinyl” es lo que es: diversión de la vieja escuela.
Si te gusta la música tienes que verla, si te gusta el rock and roll y el punk tienes que verla, si te gustan las pelis de mafiosos tienes que verlas. Si no te gusta nada de lo anterior, estás muerto. Es más, si te gusta algo que es música pero que, objetivamente, no podría ser catalogado como tal, estás en peor situación de lo que pensabas, porque estás muerto y no lo sabes. No te sientas mal por pensar que cualquier tiempo pasado fue mejor porque, ey, objetivamente fue mejor si estabas en el momento justo y en el lugar adecuado. Fue mejor porque la música era mejor y eso ya es mejor; era mejor porque el entertainment era mejor, porque nadie sabía qué coño era el SIDA, ni Reagan, ni que la cocaína fuera a matar a nadie. Era mejor porque los grandes monstruos de Hollywood estaban cayendo, porque los grandes monstruos de la música estaban pariendo a otros músicos más grandes. Tampoco las grandes corporaciones se habían hecho con el control, no sabíamos qué era eso del marketing y que nos iba a parecer bien el producto cultural prefabricado, o que íbamos a entender tanto de medios de comunicación. Ahora hay cosas buenas: la tele es buena y nos trae “Vinyl” y podemos disfrutarla. No te la pierdas.